“Lleven mi mensaje al pueblo de Pakistán. Llegó la hora del sacrificio, de levantarse por la supremacía de la Constitución”, fue la frase del juez de la Corte Suprema de Justicia Iftikhar Chaudhry que puso fin al intento del presidente Musharraf de controlar el Poder Judicial y someterlo a sus designios. Los abogados encabezaron las manifestaciones de apoyo y, aunque 110 letrados fueron detenidos por el gobierno, la Corte Suprema restituyó en su cargo al juez Chaudhry desafiando al presidente, quien no tuvo otra opción que aceptar la decisión de la Justicia. Resignó su posición en el ejército y llamó a elecciones. El episodio debería hacernos reflexionar acerca de lo ocurrido en nuestro país durante la crisis de 2002, más allá de las abismales diferencias que existen.
¿Hubiera sido posible entre nosotros que la Justicia frenara las continuas y reiteradas violaciones a la supremacía de la Constitución que comenzaron con la pesificación, que costó al país más de 50 mil millones de dólares instantáneamente y la sumisión en la pobreza de millones de personas? La Justicia, a la que acudieron esperanzados cientos de miles de ahorristas, ¿pudo haber cambiado la historia reciente?
Por lo pronto, se advierte una clara diferencia con lo sucedido en Pakistán ya que, mientras allí fue la conciencia cívica sobre la importancia del estado de derecho lo que movilizó a los opositores, entre nosotros no se levantó ninguna voz para defender la independencia de la Corte Suprema cuando el gobierno decidió destituir al juez Moliné O’Connor, provocó las renuncias de los jueces Nazareno y Vázquez y completó la remoción de la Corte con la destitución del juez Boggiano, para instalar una nueva Corte adicta, que fallara conforme a las políticas oficiales en materia de pesificación y revisión del pasado.
En lugar de afrontar los sacrificios necesarios para sostener la supremacía de la Constitución, aunque no nos beneficiara en lo personal (por ejemplo, si debíamos en dólares frente a la devaluación), nuestra conducta cívica estuvo ligada exclusivamente a nuestros intereses directos e inmediatos. El cálculo de los defraudadores fue acertado al estimar que la gente sólo defiende sus intereses directos y que, siendo más los deudores que los acreedores, la población apoyaría la pesificación de las deudas, aunque ello costara miles de millones en nueva deuda pública, contra la que se llenan la boca los mismos que impulsaron estos cambios. Si los más prestigiosos estudios de abogados, en lugar de defender a los bancos que defraudaron a sus depositantes, se hubieran encolumnado para defender la supremacía de la Constitución, habrían hasta provisto a sus clientes de una mejor defensa que la que resultó a la postre de soportar los quebrantos de la pesificación de sus créditos por cobrar y afrontar la actualización de los depósitos por pagar hasta el día de pago, como finalmente definió la Corte, avergonzada por la evidencia de sus renuncios anteriores.
Si la Corte, cuando en febrero de 2002 falló en la causa Smith en contra del “corralito”, ya devenido en “corralón”, hubiera continuado inmediatamente declarando inconstitucional lo que evidentemente era, en lugar de especular con la dilación para asegurarse su continuidad, pudo haber abortado la espectacular estafa de la emisión de deuda por miles de millones para compensar a bancos y ahorristas de parte de los daños que sufrían por el silencioso beneficio que recibieron los sectores más acomodados del país: los grandes deudores.
Si no advertimos que en “las naciones y los Estados que están basados en una dictadura en lugar de la supremacía de la Constitución, el imperio de la ley y la protección de los derechos básicos son destruidos”, como afirmó el Juez Chaudhry, nos resultará muy difícil volver a la normalidad que implica la división de poderes y la supremacía constitucional. La normalidad en estos tiempos se ha transformado en una ideología, y quienes la sostenemos somos, por ahora, una minoría.