En medio del dolor profundo que sentimos muchos de nosotros esta semana, casi nos olvidamos de que hoy Diego Armando Maradona cumple 50 años. Sin embargo, siempre hay alguien con cierta lucidez que nos lo recuerda. Es decir, no hay cumpleaños de Maradona que no se recuerde, pero esta vez cumple medio siglo y los números redondos son los que supuestamente marcan los tiempos de balance.
En el caso particular de Diego, cuesta meterse en un inventario. Su vida tuvo tantas idas y vueltas que entrar en un análisis sesudo sería inútil, además de engorroso. Maradona es así. Es uno de esos tipos que parten al fútbol en dos, a la historia en dos, a la humanidad en dos. Esto quedó claro como nunca en estos últimos tiempos.
Cuando Maradona llevó a la Selección a la segunda fase del Mundial de Sudáfrica, con tres partidos ganados, el equipo tenía “mística del ’86”. Cuando perdió 0-4 con Alemania, “Diego fue un gran jugador (¿nada más que un gran jugador?), pero como DT no sabe nada”. Así fue toda la vida.
Apareció en la ya famosa tarde del miércoles 20 de octubre de 1976, en la vieja cancha de La Paternal. Salió a la mañana de su casa con una camisa blanca –la única– y un pantalón “de vestir” –el único–, que era de corderoy, inapropiado como ninguno para un día de calor del décimo mes del año. No se fue nunca más. Al mes, ya era “un invento”. A los dos meses, “un villero agrandado”. A los tres meses, “un negro villero que se la creyó”. Diego siempre tuvo que luchar contra eso. A sus 15 años y a los 50 también.
Mucho problema no se hizo, por lo visto. Siguió desafiando al mundo con su carácter escorpiano, poniendo negro sobre blanco dentro de la cancha y luchando contra sus fantasmas en las noches largas de Barcelona y Nápoles. Probó la cocaína en 1982 y el maldito polvo blanco lo acompañó durante un largo trayecto de su vida. Sólo salvó su vida por su enorme corazón, ese que casi sucumbe luego de una sobredosis en un verano de Punta del Este.
Algunos siguen pensando que ser Diego Armando Maradona es fácil. Tal vez sea más fácil ahora, que todo es más liso para él. Está pasando un buen momento de su vida. No lo frecuento, hace mucho que no lo veo. Pero a Maradona siempre se le notó todo. Hoy, cuando su vida va por una suave madurez, se pueden ver imágenes antiguas y, con sólo escuchar su voz, uno puede adivinar el infierno de su intimidad.
Pero siempre fue muy complicado ser él. Alguien me dijo alguna vez que “desde los 15 años, Maradona no puede cruzar al kiosco a comprar caramelos sin que se le cuelguen diez tipos del cuello”. Debe ser imposible convivir con eso sin tener algún tipo de movimiento interno. La crianza humilde de Diego, en la celebérrima casa de la calle Azamor, tuvo muchas noches de soledad, cuando Don Diego trabajaba en la fábrica y Doña Tota hacía la vigilia de todos los hermanos, en un espacio que hoy ocupa sólo el dormitorio de cualquier casa que Diego pueda tener.
Pasar de esa soledad a la más absoluta (y, para colmo, eterna) falta de intimidad le rompió la cabeza. Recién ahora parece haberla acomodado. Hay quienes supusieron que la derrota dolorosa de Sudáfrica iba a ponerlo de nuevo en aquellos lugares horrendos que tanto lo atormentaron. Pero Diego ya no está ahí. Ya vio los ojos de sus hijas, vio que Claudia sigue cuidando sus cuestiones de marca como lo hizo cuando el tema era difícil, vio la paz que Verónica le da a su alma y a su corazón entre los árboles de Ezeiza, vio los ojazos negros de su nieto Benjamín, y listo. Maradona no tenía estos anticuerpos antes, cuando era “dios el domingo y el diablo en la semana”, como lo definió una vez un taxista napolitano. Sus padres le dieron un amor inmenso, pero no supieron o no pudieron afrontar los demonios de Diego. Está claro que lo supieron demasiado tarde.
Su esencia sigue siendo la misma. Se fue a Venezuela a ver a Hugo Chávez, hombre a quien la prensa argentina le lima y le distorsiona la imagen todos los días un poco. A Diego no le importa. El sabe que Chávez es el presidente que más veces en la historia puso su mandato a disposición del voto popular y que jamás perdió. Por eso está ahí. Aunque tenga que presenciar un anuncio de ruptura de relaciones entre dos países como le ocurrió. Llegó el punto de que le echaran la culpa a él. Hasta eso se tuvo que bancar, sólo por no ganar el Mundial.
Diego se enfrenta con Mauricio Macri –el rubiecito de ojitos celestes, el de las tapas de Gente, el rico de la novia rica– y dice que su ídolo es el Che Guevara, el barbudo desaliñado que armó la Cuba de Fidel y que para “aquellos” sólo es el estampado de una remera. O sea: hace todo lo contrario a lo que el establishment le pide. Entonces, el establishment –a través de sus diarios, de sus radios, de sus teles– lo castiga y lo entrega a algunas mentes con defensas bajas que necesitan carne fresca y de calidad para alimentar sus vidas llanas y aburridas.
En cambio, la gente no. El tipo de la calle, ese que se mojó como nunca en la vida siguiendo el féretro de quien –aun con errores– le entregó algo distinto, ése es el que quiere a Maradona. Ese es el que jamás lo tratará sin respeto porque Diego lo respetó toda la vida, le dio alegrías inconmensurables jugando nada menos que al fútbol. Maradona es jugador de fútbol, no juega al hockey o al rugby. El hockey y el rugby son deportes estupendos, pero el deporte del pueblo es el fútbol.
Hay quienes pretenden un mundo de rubiecitos de ojos celestes y novias ricas. Y está bien, cada uno puede pretender lo que quiera para su vida; pero no pretendan a Maradona. Maradona no tiene nada que ver con ellos. Maradona es de la gente. Maradona es del pueblo, como se decía hace unos años y volvió a decirse ahora. A veces se contradice y se equivoca como todos, pero es así. Diego Armando Maradona cumple medio siglo de vida y acá lo festejamos todos porque Diego nació, creció, se desarrolló y jugó para la gente.
Feliz cumpleaños, viejo. Acá levantamos una copa por vos, como lo estarán haciendo Fidel, Chávez, el Che y tu gladiador, ése que se fue de este mundo acompañado por una multitud, en una triste tarde de lluvia.