Ocurrió de nuevo, ahora en San Luis. Pero digo mal: no es que haya ocurrido de nuevo, es que nunca dejó de ocurrir. Esta vez se volvió más grave, y entonces trascendió. Al nene de siete años la mami lo dejaba atado a una silla cuando tenía que salir: lo ataba con un lazo, que a la vez ataba a una cadena, y además lo amordazaba para que nadie lo oyera gritar. El papi no se sabe si colaboraba con ella o si sólo la dejaba hacer, lo que en el fondo no cambia tanto las cosas.
¿Qué pasó? Pasó que esta vez los vecinos oyeron. Que el nenito se zafó de la mordaza y pidió auxilio, y los vecinos lo oyeron. Y acudieron y descubrieron una versión extrema de esa feroz situación, tapada por lo general: la de los niños que son maltratados por sus propios padres. Este caso sobrepasó sin dudas los límites, pero guarda una diferencia de grado, de grado y no de sustancia, con el hábito de dar palizas, castañazos y patadas en el traste de los padres a sus hijos, suponiendo que tienen derecho y que nadie debe meterse.
Se admite lo inadmisible: que se les pegue a los más frágiles, a los que no pueden defenderse y se encuentran completamente a merced. Estos hechos, cuando son excesivos, nos consternan, claro; pero siempre pueden más, en definitiva, la sacralidad inviolable del entorno familiar y la fuerza de los prejuicios sociales, que asignan posiciones fijas a las ternuras y a las agresividades, al papel de víctima y al de victimario.
La maestra de este chico había detectado, en la escuela, que era víctima de violencia en su casa. Hizo la denuncia correspondiente. La mamá del nene apareció entonces para amenazar a la maestra; luego, cambió a su hijo a otra escuela. La denuncia quedó ahí donde quedan tantas: en la nada. Por suerte, el tema de la violencia doméstica se está debatiendo mucho últimamente, pero tal vez la estemos pifiando un poco con algunos conceptos, con algunos preconceptos.