La política es más difícil que las matemáticas, decía Einstein, que sabía mucho de números. ¿Será por eso que los analistas políticos buscan las certezas de las cifras porque es más difícil analizar lo que es contradictorio, complejo, cambiante e impredecible como la vida misma, la política?
El calendario impone el año que pasó y el balance como reflexión. Pero ante la danza de los números que miden aprobación, rechazo, expectativas, imágenes positivas y de las otras, futuros electorales, dan ganas de acudir a otro sabio, Leonardo da Vinci, para repetir su exhortación a los dueños de los números: “matemáticos corrijan el error, los números no tienen alma.” Exactamente lo que debe tener la política.
No porque no reconozca en el año que despedimos algunos errores como los atajos de los decretos o las pruebas de ensayo-error sino porque la vida política no puede encorsetarse con un número o simplificarse con una calificación. Además, por hablar tanto de cifras y porcentajes, los intereses desplazan los valores democráticos, que no terminan de cristalizarse en una auténtica cultura de convivencia.
Hubo en este año cambios significativos como el que el Parlamento haya recuperado la deliberación y se haya aprobado un Presupuesto sin “dibujar” los números y se tienda a restituir las facultades del Congreso. Sin embargo, sobrevive la cultura de la extorsión, el oportunismo político y la mentira. Sin que terminemos de incorporar como valor que la negociación es inherente al sistema democrático.
Nadie es perseguido por las ideas políticas que profesa pero decir lo que se piensa sigue siendo un acto de coraje por los insultos y las descalificaciones personales.
Se aprobó una ley de acceso a la información, lo que nos saca del lugar de la penitencia por ser uno de los pocos países en la región que no habían garantizado ese derecho fundamental de la ciudadanía para transparentar las cuestiones públicas y los negocios del Estado. Sin embargo, los hechos están fuera del debate público, dominado por las opiniones. Todos opinamos sobre la opinión ajena frente a una audiencia crispada por tanto griterío y tanta descalificación personal. Si en la década de los noventa, los negocios televisivos vaciaron las pantalla de los programas periodísticos, una responsabilidad ineludible con el debate público de la democracia, hoy, la espectacularización de los gritos y las descalificaciones personales fomentan la desafección de la ciudadanía con la política que comenzó a rehabilitarse con lo que la define, el díalogo institucional, la negociación, los consensos. Aspectos culturales que los números no registran. Pero como estoy entre los argentinos condescendientes con este gobierno porque le vi la cara a “la bestia” que estuvo a punto de tragarnos la democracia, ante la obscenidad pornográfica de la corrupción, puedo reconocer la ironía de Eisntein en relación con las dificultades de la política. Por eso acudo a un economista que explica los números con las instituciones democráticas: Angus Deaton, Premio Nobel de Economía de 2015, para quien la causa de la pobreza y las desigualdades hay que buscarla en la falta de instituciones apropiadas, una burocracia ineficaz, una Justicia que no funciona, un sistema tributario ineficiente y la desconfianza mutua. Todo lo que debe resolver la política. De modo que a la pregunta de un año atrás, en estas mismas páginas, sobre cuánto sinceramiento estamos dispuestos a tolerar después de tanta simulación, vale preguntar cuánto estamos dispuestos a colaborar para que la política sirva para construir y abandone lo que la niega, las batalla, la lógica del enemigo, la desconfianza. Al final, el verdadero cambio se produce cuando dejamos de poner nuestras culpas en los otros y asumimos nuestras responsabilidades. Para crecer sobre nosotros mismos debemos dejar de simplificar la sociedad con fórmulas ideológicas y salir del lugar de víctimas. Una tarea de todos que no podemos eludir a la hora de encarar el devenir democrático.
*Escritora. Ex senadora de la Nación.