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Sin coronita

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Este año, las emociones fuertes llegan del continente asiático; después de Parasite de Bong Joon-jo arrasando con los máximos honores en los Oscar, el coronavirus es la reina de la narrativa viral.

Como el cine asiático, el coronavirus explora con maestría la claustrofobia, la paranoia y el terror. Con una arista filosófica: recordar a la población moderna que la ciencia es, le guste o no, su único dios. La pandemia irrumpe y los señores antivacunas buscan su barbijo en silencio, las fantasías homeopáticas cesan, las señoras de Página/12 que celebran la idea de parir como en el siglo XVIII se disuelven en alcohol en gel. Por un rato, el coronavirus pone blanco sobre negro: nos recuerda que 1) sabemos poco, 2) solo la ciencia garantiza la supervivencia.

Incluso el mito de origen del virus señala a la medicina no científica como el comienzo del mal. Antes de saltar a los humanos, los murciélagos habrían contagiado a los pangolines, ambos manjares de la medicina tradicional china. Los primeros en morir fueron los que comieron animales impuros, a los que se da un tratamiento inhumano.

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La religión clásica es otra víctima: el papa Francisco anduvo tosiendo en Roma, contagiando cardenales; Arabia Saudita clausuró La Meca. La política también perdió: experto sumo en controlar poblaciones, el Partido Chino no ha podido controlar la epidemia. La cuarentena extendida y la fumigación no dan frutos: cada persona infectada ha contagiado a 2,2 personas, el virus se expande de modo exponencial. Como los valores de Occidente (?) y, en menor medida, el dengue.