“Vamos a empezar de nuevo. Al principio era un hombre solo. No, no está solo. Todavía.”
De “Reconstrucción” (2003), dirigida por Christoffer Boe. Escena inicial, voz en off.
Suena paradojal, pero la Sinfonía para un hombre solo la escribieron dos. En 1950, Pierre Henry trabajaba en el Club d’Essai de la Radio Televisión Francesa fundado por Pierre Shaffer. Y allí compusieron, juntos, algo que funcionó como disparador de lo que más tarde se conocería como música concreta o acusmática, una experiencia que no admite término medio: fascina o irrita. No es fácil. Después, llegaría la música electroacústica, la aleatoria. Pero esa sinfonía –la del hombre solo compuesta por dos– fue el punto de partida de un sismo que sacudió –junto a la obra de Schoemberg, Stockhausen, Cage, Varese– la estética clásica, tradicional.
¿De qué hablo? De un sonido fijado, capturado, grabado en un soporte pero descontextualizado, roto, mezclado, superpuesto, donde el chirrido de una bisagra puede tener el mismo valor que un violín. El término acusmática nace en la Grecia de Pitágoras, donde sus discípulos oían sus clases sin poder verlo. Esa es la clave: no reconocer la fuente emisora, el instrumento, cualquier idea que se interponga en la percepción del sonido. Para algunos, una genialidad; para otros, una chantada. Personalmente, la experimentación me pone en estado “de abierto”. Y los chantas me enfurecen.
Ah, los insondables trucos del inconsciente… ¿Qué tendrá que ver la música concreta con Ramón Díaz? Nada, en apariencia. Tal vez la asociación nació a partir del título de la sinfonía. Porque Ramón –también Angel pero por Labruna, no por ninguna tierna figura alada– es, algunos recién hoy lo notan, un hombre solo. Un hombre sin amigos.
No es una interpretación caprichosa. Se trata de una confesión. De una frase que pocos se atreverían a decir así, sin filtro. Sucedió el día de su presentación en San Lorenzo, en enero de 2007, frente a su nuevo grupo de colaboradores. “Quiero que sepan que yo no tengo amigos; tengo compañeros de trabajo y socios en los negocios, nada más.” Hubo sonrisas, pero él hablaba en serio. Meses más tarde, alguien de prensa le avisó que un amigo lo esperaba y repitió, filoso como una daga; frío, sin pasión: “Te dije que no tengo amigos”. Es cierto. No parece tenerlos, más allá del conmovedor amor que sí tiene por su hijo Emiliano, a quien expone y coloca en un lugar complicado de sostener. A veces, darlo todo, sin medida, es dejar al otro solo, sin nada.
Ramón Díaz nunca me gustó. Pese a su deslumbrante aparición en el Juvenil de 1979 con Maradona en Japón y a sus primeros goles en River, que Labruna reservaba para los segundos tiempos. No me gustaba cuando jugaba con el obsecuente guiño que imponían los 90: “Soy el segundo riojano más famoso”. Ni cuando sus charlas técnicas dejaron de tentar a sus jugadores y mutó en ganador serial. Y menos, apostando camionetas con Macri, antes de cada Superclásico. Me molestaba su ironía de escaso vuelo, la insólita fascinación que provocaba en las conferencias de prensa, donde se le festejaba cualquier idiotez. Lo veía como un Chauncey Gardiner sin romanticismo; sin gracia, sin metáfora.
Ahora, en la caída, pensé que lograría conmoverme. Que me provocaría cierta piedad, o que por fin lo descubriría. Porque sólo en la derrota se puede saber de qué está hecho un hombre. Pero no. Su frase desafiante, absurda, vacía, luego de fallar de todas las maneras imaginables desde su llegada a River, superó cualquier límite. “Soy riojano, caudillo y tengo huevos”, dijo, como un Facundo Quiroga sin las patillas de Menem ni la pluma de Sarmiento. Una tristeza.
Passarella, un ex amigo, lo llamó por conveniencia y Ramón Díaz volvió por la misma razón. Los dos acordaron un falso amor que durará dos años, por contrato, lo que es mucho más que un siglo. Uf. Prefiero una íntima tempestad a la capitulación por dinero, por poder.
Ramón Díaz eligió. Y eligió mal. Jugadores. Estilo de juego. Frases, que no tenían el efecto de antes; no por diferentes, sino porque ya no gana. No es infalible. Perdió, por alguna razón, ese “touch”, su pócima secreta; el realismo mágico, ese último refugio tan argentino. Pensó en Fabbro como un Riquelme personal y decidió que Teo fuese su álter ego, un 10 que juega aún mejor de 9: su propia historia. Rescató del olvido a Menseguez, que hacía dos años no jugaba, porque es como un hermano para Emiliano. Como Ferreyra, el que odia que lo llamen Malevo, y con razón. Armó un equipo sin equilibrio ni corazón, como un espejo de sí mismo. Nada resultó. Más de una vez lo salvó Barovero, un arquero gigante con cuerpo de adolescente asombrado por la vida.
No es su primer tropiezo. Sus últimos pasos por San Lorenzo, por el América de México o Independiente, no habían sido buenos. Y, por cierto, nadie supo jamás lo que hizo como mánager del inubicable Oxford United, excepto salvarlo del descenso de Segunda o Tercera a un abismo aún mayor. Pero River es su patria y allí manda. Allí él tiene la llave de todas las puertas. “Hay que tener personalidad para hablar antes de los partidos, como yo”, toma distancia del mundo; y se aleja más cuando agrega, inalcanzable: “Algunos no saben lo que es un club como éste, je: de a poco se lo vamos a enseñar”. Frases. Pero resulta que uno nunca sabe nada, o sabe y deja de saber, porque todo fluye y las cosas, por suerte, nunca son lo que eran. El tiempo es un ladrón.
Ahora, en la derrota, las críticas, feroces, se multiplican. Ramón las enfrenta fiel a su estilo. Sonríe, simula ser inmune. Huye hacia delante escudado en su historia; en la memoria de lo ya vivido.
El recuerdo. Eso que –nos enseña Woody en la última línea de su maravillosa Otra mujer– no sabemos si es algo que tenemos o que perdimos para siempre.