Hay un clásico del cine de humor que consiste en que un personaje, por lo general híper-torpe (Jerry Lewis era un maestro del género) se tropieza y mancha con ketchup o talco el saco de otro. Y al intentar limpiarlo, termina estirando la mancha y la deja mucho más grande de lo que era originalmente. Es una escena vista cientos de veces en cientos de películas, pero a mí me sigue causando gracia. Es extraño, por lo general no me gusta el humor físico (caídas, tropiezos, derrumbes) sino uno más bien intelectual (diálogos filosos a lo Groucho Marx, cinismo a lo Seinfeld o humor melancólico a lo Jar-musch), pero el caso de la mancha siempre logra hacerme reír, y pensar. Ocurre que esa torpeza encierra un poderoso pensamiento sobre una de las actividades que más valoro: la crítica literaria. Un buen crítico es eso; alguien que se tropieza y se equivoca, pero que al hacerlo (si lo hace con gracia, elegancia y erudición) termina produciendo algo impensado, algo que no estaba en los cálculos de nadie. Al convertir el saco en una mancha (es decir: el texto en otra cosa) hace crujir el libro original, lo emparenta con libros nuevos, crea genealogías allí donde no las había, descubre un horizonte nuevo para la lectura.
Sin embargo, el estado de la crítica en la Argentina (académica y periodística) es en general muy malo. Pero antes quiero aclarar algo: detesto la cantinela de los escritores burlándose o denigrando a los críticos, enésimo lugar común de la mesa de bar, como si la literatura argentina reciente tuviese un nivel tan superior al de su crítica… Por supuesto que hay críticos de los que no podemos más que burlarnos, pero no comparto (no sólo no comparto: lo combato) el ataque a los críticos en clave populista y antiintelectual. Más bien ocurre todo lo contrario: si la crítica literaria (y en particular la de los diarios) en general navega en la intrascendencia, es precisamente por ser demasiado poco intelectual, por renunciar a la erudición y a la búsqueda de nuevas formas expresivas. Uno de los rasgos más evidentes de esta renuncia a pensar de buena parte de la crítica reciente es la colonización del habla de los escritores sobre las propias reseñas. Es prácticamente imposible leer una reseña sobre Aira en la que no se mencione la palabra “continuo”, o sobre Piglia sin decir “laboratorio de ideas”, o sobre Saer sin citar su “respiración” o sobre Fogwill sin adjudicarle un contenido “polémico”. Doble estereotipo: primero, se estereotipa la obra del escritor en cuestión y luego, necesariamente, la propia reseña se vuelve estereotipada y previsible. Por lo general el escritor resentido (el escritor resentido es una categoría sobre la que habría que pensar en su dimensión paradójica: en general nuestros escritores resentidos son exitosos, en caso de que vender muchos libros o ganar premios signifique ser exitoso) supone que el crítico en el fondo no es más que un escritor frustrado (¡lugar común de los lugares comunes!). Sobre esto, recuerdo ahora una brillante frase del crítico y editor español Constantino Bértolo: “El peligro de un crítico no proviene de ser un escritor frustrado. La frustración no es un peligro sino un horizonte. Su verdadero peligro es convertirse en un crítico frustrado, en un mero apéndice del aparato cultural establecido, en un rampante más de la escalera del prestigio, en la boca agradecida del mercado editorial. En ser un crítico que no critica”.
Cuando salgo del país, tengo muchas dificultades para llenar el documento de migraciones destinado al rubro “ocupación”: jamás en mi vida puse “escritor”, simplemente porque no vivo de ello. Por lo general pongo “asalariado” (seguramente un resabio marxista de mi época de sociólogo). Pero imagino que algunos sí asentarán “escritor”. En cambio, supongo que nadie, nadie, nadie debe escribir “crítico literario”. Y probablemente de esa debilidad institucional surja lo más interesante de ese metier: todo le está permitido, todo está por inventarse.