Recientemente PERFIL le hizo una interesante nota a Mario Wainfeld en la cual el prestigioso periodista banaliza el tema de la corrupción.
Si bien afirma que “la corrupción es gravísima porque corroe el sistema democrático, porque sustrae recursos a lo público, porque lima la confianza de los ciudadanos, en el caso de los movimientos populares es altísimamente contradictorio con sus premisas…”, parece no haber advertido que esa corrupción presentó, como la pequeña punta del iceberg, su rostro de impúdico “tren de la alegría”, con las imágenes del dinero contado en la Rosadita, los bolsos de vocación monástica de José López, el dragón-caja fuerte de Carbone y, ante la sociedad y los tribunales, como siendo gerenciada desde la Corona (para usar una feliz frase de H. Verbitsky en altri tempore), cuando afirma que esos hechos “… no me resultan tan desproporcionados y tan fuera de lo normal…”.
Tiene razón al afirmar que esa corrupción no es el único fenómeno en base al cual se debe juzgar a la “década ganada”, no, entre muchas medidas plausibles, todos sabemos que ese tiempo también tiene el rostro de la minería a cielo abierto y el veto a la ley de los glaciares, las concesiones petroleras como la de Cerro Dragón, el no reconocimiento a la CTA, el mantenimiento de la ley de entidades financieras de la dictadura y del sistema impositivo del menemismo, la exención impositiva a la renta financiera, la gigantesca promoción del juego, la ley antiterrorista, la predilección por sindicalistas como Gerardo Martínez y el Caballo Suárez, el incumplimiento de la Ley de Medios y el contrato con la Chevron, entre otras cosas.
A lo que el entrevistado no alude es a la causa eficiente por la cual, prestigiosos intelectuales como él no cumplieron su función de tales y ante casi todos esos hechos cerraron los ojos, sellaron sus labios y guardaron la pluma, más allá de la inclusión de alguna críptica frase de Carta Abierta. A esa pasividad se sumó, en muchos casos, el aplauso ostensible o hasta el elogio. El no haber dicho nada, o casi nada, los coloca en un lugar difícil ante la sociedad y sus conciencias.
Por la corrupción –que siempre es una patologìa a combatir, y nunca es normal, estimado Mario– fue que las banderas levantadas por el kirchnerismo, y lo que fueron sus buenas acciones, quedaron irremediablemente enlodadas ante la sociedad, y en esto todos hemos sido gravemente perjudicados.
Tampoco es correcto aludir al kirchnerismo como a una unidad homogénea. Ni lo fue ni lo es. En él podemos distinguir el núcleo fundacional de “los pingüinos”, los barones del peronismo de poder territorial o político, los “gordos” del movimiento obrero y los “muchachos setentistas”, algunos de los cuales fueron –en muchos casos– los honestos útiles del sistema, el “núcleo progre” integrado por un Banco-partido, la caricatura de lo que fueron el PI y el Frente Grande y desprendimientos del socialismo, así como alguna dirigente de derechos humanos que no vaciló en bancar a Milani a pesar de su tenebrosa participación en la desaparición del soldado Ledo. A ellos se agregan los arribistas, como Boudou o Timmerman. Ese magma encaja en el concepto de lumpen proletariat con el cual Marx caracterizó al bonapartismo.
Mención aparte merecen los jóvenes de La Cámpora, que constituyen, salvo excepciones, el núcleo noble del kirchnerismo: miles de jóvenes que querían hacer política y fueron cautivados por el único discurso que tenía aptitud para convocarlos a una patriada que se presentaba como una reparación histórica de la idealizada década de los 70. Respecto de ellos no puedo formular ninguna crítica, yo también participé con ilusiones de un proceso que terminó siendo hegemonizado por los López Rega y sus cómplices, aunque debo recordar que a ésos, lejos de aplaudirlos, supimos cuestionarlos en la Plaza de Mayo.
* Diputado nacional FR-UNA.