Educado como he sido en las trazas del iluminismo, hay cosas en las que no puedo creer. Una de ellas es la mufa. Gatos negros, martes trece, ropa amarilla, me tienen muy sin cuidado. Es una de mis pocas diferencias con el doctor Carlos Bilardo, a quien tanto admiro, que en cambio entiende la vida entera bajo un régimen agobiante de yetas y de antídotos contra la yeta. Yo no creo ni admito creer en esos ritos de religión profana.
Pero noto, por eso mismo, la fuerte pregnancia que la creencia en la mala suerte es capaz de conseguir. Lo dijeron de Maradona en el último Mundial, lo dijeron de Mick Jagger, durante ese mismo certamen. A Carlos Menem, en general, tiendo a pensar que casi nada le importa, pero lo vi desencajado como nunca cuando Néstor Kirchner tocó madera por su presencia, o cuando circuló una extensa lista de catástrofes que probaba su condición de fúlmine.
Alguna vez escribí, por el afecto que le tengo, una reivindicación de la ciudad de Bahía Blanca (y del tango Bahía Blanca; y de su autor, Carlos Di Sarli). Inventé a un personaje que la elegía, en vez de evitarla, al enterarse de su fama de ciudad maldita; un personaje que decidía hacer de eso mismo un valor y se iba por eso mismo a vivir ahí: atraído, y no repelido, por su presunta negatividad.
Para mi absoluta sorpresa, no faltaron quienes sintieron la necesidad de aclararme que en Bahía Blanca había unas cuantas cosas bonitas, lindos lugares, aspectos valiosos, buena gente. Comprendí así, y no sin perplejidad, que eran ellos, ya que no yo, los que en verdad creían en el mito de la mala suerte. Y que por eso justamente supusieron que tenían que ocuparse de replicar y refutar.
Para mí la yeta no existe y no hay nada que demostrar. Por eso me desentiendo de esos prejuicios y leo feliz a Mario Ortiz, a Luis Sagasti, a Sergio Raimondi, a Lucía Blanco, a Omar Chauvié, todos bahienses o habitantes de Bahía.