Hace dos horas que terminó el partido. Es viernes a la tarde y la ventana de mi sala enfoca una de las esquinas más activas y ruidosas del centro moderno de San Pablo: Faria Lima y Avenida Europa. Sólo a lo lejos mi cabeza parece escuchar Tom Jobim e Vinicius de Moraes tocando aquello de “tristeza não tem fim, felicidade sim…” Sin embargo, este silencio me sorprende. No sólo porque no es lo común en esta ciudad que es el motor del país; me sorprende como consecuencia de la derrota de la selección ‘canarinha’ porque los brasileros esperaban –desde antes de comenzar el Mundial– este final con retorno anticipado. Entonces, ¿por qué esta callada tristeza? Sospecho que es porque la segunda parte del presagio puede concretarse: ver a Argentina campeón.
Brasil entero nunca creyó en esta selección de Dunga. Dunga es el nombre de uno de los siete enanitos de Blancanieves, el que nosotros conocemos como Mudito y que en el original americano es Dopey. Sus orejas grandes le rindieron al actual DT “gaúcho” ese apodo cuando niño. La diferencia es que el Dunga de los dibujos animados no habla nada y este grita demasiado. Gritó contra la prensa –justificadamente– que desde el comienzo lo acribilló por no tener ninguna experiencia como entrenador y asumir, de cara, la más victoriosa selección que existe en el mundo.
Esa pelea, clara y nunca escondida por ninguna de las partes, se trasladó a la gente. Ninguna de sus estrellas (casi todas pasando por malos momentos en los últimos tiempos) consiguió recuperar el optimismo. Justamente el optimismo, que aquí es moneda corriente. Esta semana, inclusive, se difundió el ranking de países dentro del llamado “club del optimismo” y, como era de esperar, Brasil se quedó con el primer lugar. Sin embargo, nunca hubo a favor de esta selección el menor sesgo de ese optimismo.
Estuve toda la primera fase en Sudáfrica y ya allí me llamó la atención que hubiese el doble de hinchas argentinos que de “torcedores” brasileros, siendo que si midiésemos las presencias por la actual situación económica de ambos países, debiese haber seis brasileros por cada argentino. Sin embargo, en los Mundiales, no manda el bolsillo, manda el corazón. Y el corazón argentino embarcó más gente que el dinero de este Brasil sin fe en su equipo. En Johannesburgo, las vuvuzelas argentinas siempre sonaron más alto que las brasileras. Eso solo ya explicaría la idea de fracaso anticipado del pentacampeón. Sin embargo, hay más: cada brasilero que encontraba en Sudáfrica me hablaba de Argentina como el gran candidato. A mi regreso a San Pablo, pasada la primera fase, lo mismo. Si algo faltaba, los brasileros vieron en el pobre empate con Portugal una muestra de su verdad. Y yo – mirándolos con ojos argentinos, siempre lo serán– les discutía que a la hora de la verdad Brasil termina resolviendo: con un tiro libre esperado o un dribling inesperado, va y gana. Tenían razón. Volvieron antes.
No hay hoy el dramatismo de 1950, cuando el famoso “maracanazo”, el día que Uruguay los derrotó en la final 2x1. Tampoco quedará el trauma de la fantástica selección de Telé Santana en España ‘82, que se volvió con las manos vacías después de ganarle a la Argentina campeona del ’78 por un implacable 3x1. Pero, tanto como tras Alemania 2006, la frustración está presente en este silencio que llevará, por lo menos este invierno para recuperarse y empezar a pensar en 2014, una Copa que los brasileros ya cuentan como propia, no sólo en la organización, también en el triunfo.
Brasil, ahora, sólo recuperará su voz antes de tiempo si, este sábado, Alemania manda de regreso a Maradona y sus muchachos.
*Periodista argentino residente en Brasil, desde San Pablo.