El primer barrabrava del que tuve noticias en mi vida fue Quique, el Carnicero. Recuerdo una foto suya en las calles de Montevideo, alegremente rodeado por sus seguidores o por sus secuaces, cuando estaba por jugarse la final de la Copa Libertadores de América entre Boca y el Cruzeiro. Fue en 1977 y yo tenía 10 años: miré a Quique sin consternarme, no supe que hubiera razones.
El primer barrabrava que vi de cerca en mi vida fue José Barritta, el Abuelo. Una tarde, en Huracán, su mirada se cruzó con la mía de manera obviamente casual, pero creo que lo que sentí en ese segundo cambió para siempre mi manera de entender algunas cosas. Fue en 1992, y ciertos temperamentos sólo había alcanzado a medirlos en algunos cuentos de Borges o en El matadero de Esteban Echeverría.
Cierta vez, en una entrevista, un Quique ya retirado y dedicado con buena fortuna al comercio del merchandising xeneize, declaraba a la prensa que, a su entender, la vida de las barras bravas había comenzado a degenerar con la aparición de las armas de fuego. Por carnicero, sin dudas, y no por borgeano, se reivindicaba cuchillero: peleador del cuerpo a cuerpo, agresor contiguo, matador por contacto.
Esa frase me impactó. En parte porque venía a revelarme que no hay asunto ni ocupación que no admita el illo tempore, la añoranza de una edad dorada y perdida, la nostalgia de un tiempo mejor. Y en parte porque estuve inesperadamente cerca de dos tremendas balaceras: una dispensada por la barra brava de River a la salida de un partido con Boca, con un hincha de River muerto; otra dispensada por la barra brava de Boca a la salida de un partido con River, con dos hinchas de River muertos. Los tiros, los estampidos, tan distintos de lo que uno pueda haber visto u oído en el cine, no sólo son más graves que el puntazo o el cadenazo: complican o impiden la opción de mantenerse aparte.
Tal vez, quién sabe, llegue el día, y no esté lejos, en que nos encontremos sopesando este tan inconcebible argumento: que existió una época mejor, y es cuando la barra de un determinado equipo se peleaba con la barra de algún otro equipo, la barra de un equipo rival. Al menos, bajo esa forma, había identificaciones, había pertenencia; y también la posibilidad para el hincha común y corriente de distinguir los lugares de peligro y prudentemente evitarlos. Quién sabe si aquello termine por resultarnos no tan grave, así como al Carnicero Quique le resultaba no tan grave el cuchillo.
Nadie ignora que, desde hace tiempo, la violencia en el fútbol se practica bajo la forma de internas de las propias barras. No obstante, rige la prohibición para hinchas visitantes en las canchas. Nadie ignora que los barras son socios y aun empleados de los clubes. No obstante, rige el criterio de que a la cancha entren tan sólo los socios, como si eso arreglara algo. Nadie ignora que los barras cumplen funciones de custodia y protección ante trances peliagudos. No obstante, se pretende que se extingan sin más, y se mira con sorpresa el hecho de que eso no ocurra. Nadie ignora que eso que en las canchas y en la televisión se celebra como gran espectáculo incluye, y centralmente, a los barrabravas en las tribunas. No obstante, se espera que desistan y no vayan más, y se toma con perplejidad el hecho de que así no lo hagan.
Se pierden vidas: no es cierto que les importe a los que cumplen con la formalidad de manifestar que toda vida perdida interesa. Es falacia, hipocresía: hay vidas que les importan y hay vidas que no les importan. El otro día sabidamente se pelearon dos facciones de la barra brava de River en plena confitería del club. Entonces sí asomó una especie de preocupación genuina, porque se trata de un sitio frecuentado por socios en general y en especial por los niños que cursan sus estudios en la institución. Es temor de que vaya a suceder de nuevo, y en la realidad, lo que ya sucedió en un principio, y en la ficción: lo que consta en El matadero de Echeverría, la muerte accidental de un niño inocente.
Fuera de eso, cunde un malthusianismo inconfesado. Para la violencia en el fútbol no hay ninguna solución, porque quienes deberían darla no piensan, en el fondo, de verdad, que exista en nada de eso un problema.