No soy impresionable. O sí lo soy pero creí que estaba curada de espanto. Y no: parece que si ya Drácula y los muertos vivos no me dan miedo, asco y otras aberraciones, hay cosas que tienen un aspecto más doméstico y que por ahí me mueven el piso. Sí, de eso hablo: una silla de ruedas puede llevarte a la pena, compasión, lástima o piedad, o lo que se quiera en ese rubro. Mil quinientas sillas de ruedas tendrían que llevarte mil quinientas veces hacia el tema de la compasión, etcétera. Es que ya sé de qué se trata: en efecto, estimado señor, se trata de guita. Guita, crudamente guita.
Y qué hay detrás de la guita, ¿eh? Hay alguien; la guita no nace ni danza sola en el escenario, a la guita la manejan hilos que le ata alguien o varios álguienes y es ahí en donde más me impresiona esa visión atroz, ese cuadro grisáceo, sucio, deforme, porque hasta que no se mira con atención ni se sabe qué es eso.
Se trata de lo que me contó un amigo. Su hermano necesitaba una silla de ruedas, y esto fue hace unos cuatro o cinco meses. Sí, cómo no, hicieron todos los trámites y aclaro que no es gente de fortuna y que la cosa venía por el lado de prepagas o de obras sociales, creo. Todo perfecto y dentro de dos semanas te la damos.
Adivine. Sí, adivinó: es que se demoró el trámite, es que hubo una confusión, y así sucesivamente. El hermano de mi amigo murió, no porque le faltara la silla de ruedas, sino porque estaba enfermo, pero sí que hubiera pasado mejor sus días si hubiera podido ser trasladado en silla de ruedas y no sostenido en sábanas llevadas por los parientes.
Lo que me inquieta es pensar en lo que piensan, si es que piensan, en lo que sienten, si es que sienten, esas gentes que acumulan las sillas en depósitos cerrados. ¿Saben que del otro lado hay algo llamado el prójimo? Algo que, digo, tiene cara, nombre, deseos, expectativas, hijos, madre, casa, aire para respirar, mañanas para imaginar? ¿Saben? ¿Sienten? ¿Piensan?