Por segunda vez en un mes cruzo los Alpes. Esta vez algo me conmueve: no es tanto que el anterior cruce fuera por una reunión burocrática de trabajo y que esta vez tenga que dar un par de clases, práctica en la que me siento mucho más cómodo, sino que mis anfitriones checos aceptaron la imposición que les hice de llevarme a conocer el pueblo de mi abuela, Traplice, en las inmediaciones de Uherské Hradiste.
Las dos veces que atravesé los Alpes desde el avión pensé que mi abuela había hecho lo mismo, en un tren que la llevó a Trieste, de donde salían los barcos que conducían inmigrantes del Mitteleuropa a América.
En el barco, mi abuela checa (austrohúngara, por ese entonces) conoció a mi abuelo bávaro. Se casaron al llegar a la Argentina y tuvieron dos hijos: mi Tante Anita y mi papá. Mi primo visitó alguna vez a nuestros parientes checos, pero se acuerda de poco y nada. Me manda por WhatsApp cada dato que recupera: la hermana de la abuela, Bozena, vivía en la calle Revolucni, en Uherské Hradiste. Le contesto que es probable que esa calle haya cambiado de nombre, pero ya veremos...
El asunto, como dije, me conmueve y, al mismo tiempo, me da cierto miedo. Mi anfitrión amenazó con escribir al alcalde. Temo que lo haya hecho, que se me espere con alguna ilusión: el que vuelve a traer noticias de Teresa Vlk, el que vuelve, en algún sentido, al punto de partida, para demostrar que la energía del pueblo atravesó los mares y los continentes.
Imagino que me esperan con los brazos abiertos e imagino también el desencanto que sufrirán cuando vean que se acerca no el retoño checo (o, acaso, bávaro) que imaginaron, sino una especie rara, con mucho de amerindio y un toque de judío sefardí. Que duden de mi identidad no me preocupa, sí que duden de mis emociones, que me arrastraron hasta aquí.