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TRIO DE SUPERCLASICOS, PEP VS. PEP, SUPERTEVEZ, SHOW TARDIO EN LAS VEGAS

Stress-es tres-tres

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–Hey, ¿cuántas veces puedes hacer el amor en una noche?
–Bueno… muchas.
–Sí claro, muchas. ¡Qué bien! Muchas es mi número favorito.
De Manhattan (1979), escrita, dirigida y protagonizada por Woody Allen (1935). Isaac habla con Tracy (Mariel Hemingway).


No uno, ni dos. Tres. Una tríada, símbolo sagrado para las culturas antiguas; un número místico, mágico, misterioso. “Omne trinum perfectum” (todo número tres es perfecto), se entusiasmaba Virgilio, el poeta romano, 30 años antes de Cristo. Mmm… Te quiero ver, Virgilio querido, si te quedás afuera en el tercer partido.  
Bueh. Tres, decíamos.

Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tesis, antítesis, síntesis. Salud, dinero y amor. Sólido, líquido y gaseoso. Sangre, sudor y lágrimas. Melchor, Gaspar y Baltazar. Gaby, Fofó y Miliki. Soma, psique, pneuma. Cielo, purgatorio, infierno. Oro, plata y bronce. Animal, vegetal, mineral. San Martín, Rosas, Perón. Marx, Engels y Lenin. Cejas, Perfumo y Díaz. Sócrates, Platón y Aristóteles. Vini, vidi, vinci. Tres.

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Tres veces golpea el camarlengo la frente del Papa inerte con su martillo de plata mientras lo llama por su nombre para cumplir con el rito mortuorio. Stress-es tres-tres, triangulaba Saura desde el título de su película, en 1968. Tres son las letras que articulan el nombre secreto en los crímenes de La muerte y la brújula, el cuento borgiano. Con tres heridas llegó, nos decía Hernández: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Tres son los colores primarios. Tres, los poderes del Estado.

Tres River-Boca en diez días. Un exceso que nos llenará de asombro. Como cuando, después de las PASO, vimos festejar a todos, por las dudas. Michetti, sonrisa congelada, con ganas de irse, por ahora a descansar; Macri, que se sacudía a veces como estacionando aviones, otras como La Momia luego de ser impactada en el punto débil de su espalda; Carrió levitaba; Lousteau movía rulos, Recalde perdía altura, Zamora repetía milagro y De la Sota, decidido a arrojarse a los brazos de Massa, quería saber si era posible arrancar de su flamante libro algunas páginas con frases poco amables sobre su nuevo socio. Bah. Lo mismo pasó con De Narváez, otro fichaje reciente, que lo destrozó en un divertido jingle en la campaña de 2013. Detalles.

Mientras nos miramos el ombligo, pendientes de los insondables misterios de los tres superclásicos, el mundo observa con atención otros apasionantes duelos que llegan, como en una de Spielberg, uno detrás del otro, sin darnos respiro.
Por ejemplo, la pelea Mayweather-Pacquiao. Un show tardío concretado anoche, cinco años más tarde de su momento ideal. Una pena; pero no para ellos, que quintuplicaron sus ingresos. A falta de interés deportivo, me concentré en el entorno. Uf, fue peor. Amo el boxeo, pero su show berreta y carísimo me deprime. Ay, ese cinturón con tres mil diamantes; ay, los que en la reventa pagaron por un ring side lo que aquí vale una casa; ay, esa insólita capacidad que tiene Las Vegas para superarse y ser, cada vez, más opulenta, más vulgar. La novela del negrito brillante y arrogante que cuenta millones en público contra el piadoso y algo baqueteado guerrero filipino que –oh, no– quiere ser presidente. Vaya si funcionó.

En simultáneo con los River-Boca tendremos las mejores semis de Champions en años: Juve-Madrid y Barcelona-Bayern. Más, no se puede. Me encantaría que Tévez siga con su saga de finales felices y deje afuera –él solo, como buen muchachito de la película– al Madrid,
último campeón y verdugo de mi Aleti querido. Aunque, confieso, me interesa más el otro duelo. Un acontecimiento único, especial. Irrepetible.
Por primera vez Pep Guardiola y su impiadoso Bayern, enfrenta a su propia creación: el Barça de Messi. Sus chicos de La Masía dirigidos por un amigo de la casa, el hoy casi invisible Luis Enrique que aprendió rápido la lección y se alejó del primer plano en donde, por imprudencia, se situó al asumir y que lo dejó… al borde del abismo. Es decir, del fastidio del geniecillo argentino y la inevitable caída.
¿Será capaz este Barcelona sustentado en su Power Trío más que en el rizoma de toque y posesión matar, freudianamente, al padre? ¿Podrá Pep demostrar que la potencia y eficiencia alemana mejoró su idea sin cambiarle la esencia? Unos y otros se juegan más que una final. Muero por verlos.  

También a los superclásicos, cómo no. Por placer, y para huir de tanto bla bla. Qué el árbitro Fulano no, porque a los 10, en un acto del colegio lo disfrazaron de gallinita; Mengano no, porque una tía vive en La Boca y Zutano tampoco, pues la estadística dice que si él pita tenemos un 57,41% de perder, o empatar. Rumores; nombres, tácticas, acción psicológica, claves secretas para cada encuentro. Una tortura.
Boca tiene más variantes. Es un equipo que logró solidez juegue quien juegue, llega invicto, con mucha confianza y un plantel de Hollywood. Es, a priori, tan favorito, que no sería extraño que, con menos presión y el pasado reciente como escudo, River logre parecerse a quién supo ser. Aquel equipo intenso que tocaba, llegaba y definía; con el Pisculichi del primer asombro, juego por las bandas, volantes con llegada, mucho gol, y una defensa que más de uno pedía para la Selección.

¿Qué pasará hoy? Si no priva el racional empate en cero, –dientes apretados, cero espacio, todos pensando en los 180 minutos a todo o nada– el ganador tendrá su fiesta fugaz y el que pierda, un consuelo razonable: si toca, mejor es caer en un partido con revancha inmediata, licuado por las urgencias, perdido en la infinitud del torneo local.   
¿Quién pasa en la Copa? Ah, misterio. Ni el primer resultado sirve como pista. Habrá héroes impensados, villanos, suspenso, errores de no creer. Todo es posible, muchachos, hasta lo bueno.
Puede ganar cualquiera.
Algo que en este país ya está suficientemente probado, a pura paradoja y malas costumbres.