El miércoles que viene comienza la edición número 23 del Bafici. Tal vez la novedad más importante sea que su espina dorsal volvió a ser la Avenida Corrientes, como ocurría durante los primeros años. Claro que, en esos tiempos, la sede principal era el multiplex del Abasto, donde se reunían pequeñas multitudes. En 2013, ese complejo fue sustituido por uno en Recoleta y en 2019, brevemente, por uno en Belgrano. La vuelta a la Calle que Nunca Duerme, ya sin participación de grandes exhibidores, ocurre cuando esa arcaica y orgullosa denominación ha perdido completamente una legitimidad que, a principios de este siglo, aun mantenía en parte. En la edición de 2001 había trasnoches diarias en el cine Cosmos, no solo a la una sino a las tres de la mañana, sobre todo para ver las películas de Bruce LaBruce, un cineasta que hace porno gay de arte (para definirlo de un modo que seguramente él no aceptaría) y que este año será jurado de la competencia internacional. Todo vuelve, pero hoy Corrientes se acuesta temprano.
Mientras escribía esta nota, se produjo el despido de Luis Puenzo, director del Incaa desde que Alberto Fernández asumió la presidencia. Contra él se alzaron las voces destempladas de la industria del cine: los productores y los cineastas, los grandes y los chicos, los independientes y los corporativos. Contra el reclamo de que se mantengan los subsidios a la producción se alzaron viejas voces que me hicieron acordar a Bernardo Neustadt, que hace muchos años dijo en su programa que él no quería que su dinero sirviera para pagar películas con Federico Luppi. Pobre Luppi, buen actor y una de las pocas figuras más o menos recientes de nuestro star system.
Detrás del coro que reclama que sus impuestos no se usen para hacer bodrios que nadie mira se oculta la vieja falacia derivada de ignorar que el subsidio al cine no viene de las rentas generales sino del 10% de las entradas vendidas, siguiendo una fórmula inventada por los franceses para que el cine americano sostuviera la producción local, justificada bajo el rótulo de exception culturelle. Es decir, que los que hacen cine aquí merecen vivir de los que lo hacen en otra parte, algo que no se aplica a los zapateros ni a los dentistas. Se pueden plantear objeciones filosóficas hacia ambos lados del espectro político: algunos proponen que si las películas no se financian privadamente que no se hagan y otros que si se acepta que los cineastas merecen ser sostenidos por el Estado, por qué no los escritores, de modo que lo mejor sería pagarles un sueldo a todos como en el sistema soviético.
De todos modos, con su burocracia y sus imperfecciones, el fondo de fomento que hoy peligra funcionaba y, antes de que el covid y las plataformas produjeran una drástica disminución en la recaudación de las películas argentinas, las protestas no pasaban a mayores. Que hoy hayan escalado tiene que ver menos con un problema especifico del cine que con otro de mayor alcance: la desesperación de una clase media que se va extinguiendo como tal y, mientras se divide entre la pertenencia a la elite social y el deterioro, se aferra a sus privilegios sectoriales porque sus integrantes se sienten amenazados por la caída. En eso, los trabajadores del cine no se diferencian de los camioneros ni de los bancarios.