La Guerra de Malvinas y el Mundial de España son dos episodios que van de la mano cada vez que recordamos a la Argentina de 1982. Al primer episodio se lo sindica como el disparador del comienzo del fin de la dictadura. Al otro se lo considera cómplice de la frustración: muchos argentinos vivieron lo que pasaba en el Atlántico Sur como si fuera un acontecimiento deportivo y el acontecimiento deportivo real no arrojó sino un resultado similar en lo que a frustración popular se refiere. Sin embargo, otro acontecimiento deportivo, el Mundial de vóley disputado mayormente en el Luna Park, fue otro episodio inseparable en la efeméride de ese año. No sólo fue el instante fundacional del vóley argentino contemporáneo sino que fue la primera vez en que el público de un espectáculo masivo se manifestaba en contra de los dictadores. Tanto el consabido “Se va a acabar…”, como el “Paredón, paredón…” fueron el canto de guerra de miles de personas que, conmovidos por los éxitos de Conte, Kantor, Castellani y compañía, no dudaron en repudiar la presencia de Videla –ya ex presidente– en el Palco de Honor.
La Argentina logró el tercer puesto en ese torneo ganándole por primera vez en la historia al seleccionado de Japón. Un asiático, Young Wan Sohn (nacido en Corea), fue el mentor de aquel equipo y el hombre que convenció a sus jugadores, bajoneados tras la contundente derrota en semifinales ante la Unión Soviética, cuánto significaba salir terceros antes que cuartos. Desde los libros de historia hasta el podio mismo, con la consabida medalla, eran motivos más que suficientes para superarse y dejar todo con tal de ganar el partido que, algunos papanatas de micrófono fácil, rotula como aquel que nadie quiere jugar. Es más, tanto se subestima ese cotejo que muchos lo anuncian como el que se juega por el tercer y cuarto puestos. No creo que sea necesario explicar demasiado por qué es un mamarracho considerar que alguien vaya a jugar tratando de salir cuarto, antes que tercero.
Por alguna razón que desconozco –aunque le adjudicaría cierta responsabilidad al pregón del exitismo, tan frecuente por estos pagos–, fuera del fútbol, a nadie se le ocurriría relativizar el valor de un tercer lugar. La historia olímpica, sin ir más lejos, está llena de gloriosos ganadores de medallas de bronce; no sólo en la Argentina.
Lo cierto es que a ese compromiso se opusieron Los Pumas en el legendario Parque de los Príncipes. Al de superar el bajón por la semifinal perdida y al de toparse con un rival que, quizá más castigado por no jugar el match decisivo de “su” Mundial, llegaba con enorme voluntad de revancha no sólo por la derrota del match inaugural, sino por la racha de cinco éxitos en los últimos seis partidos que arrastraba hasta ayer nuestro seleccionado. Si nos restringimos al factor anímico, hay que sumar también un impacto impredecible: fue el partido despedida en el seleccionado tanto para gran parte del cuerpo técnico como para varios jugadores.
Fue como ante Sudáfrica, pero al revés. Sobre todo en el primer tiempo en el que a un ostensible dominio francés en el juego se le opuso una ostensible ventaja de Los Pumas en el marcador. Una vez más, como si hiciera falta a esta altura, los argentinos dieron una muestra conmovedora de cómo se defiende el ingoal propio. Además, las pocas veces que tuvieron el control de la pelota, resolvieron magistralmente con otra sensacional conducción de Pichot. El pie de Hernández, el talento de Felipe Contepomi y el enorme corazón de un pack de forwards que no sintió especialmente varias ausencias fundamentales, completaron un panorama ideal.
Los franceses, fieles al lado oscuro de su historia, fueron intolerantes ante los contratiempos y, apenas en desventaja, empezaron a actuar deslealmente. Hace un par de décadas, uno de los mayores próceres que tuvo nuestro rugby, Carlos “Veco” Villegas –heredero de Catamarca Ocampo, hombre del Liceo Militar y mentor del mejor SIC de la historia– pedía a sus forwards que, ante una deslealtad del rival, la respuesta debía ser formar más abajo en el scrum y someterlos aún más en esa formación. Casi como si el espíritu del Veco se hubiese adueñado de estos Pumas –de la mano de Loffreda, digno sucesor–, la respuesta a la provocación, sin rehuir a la batalla, fue conquistar alguno de los más lindos tries del Mundial.
Terminó siendo el partido de Felipe y de Corleto, de Longo y del Pato Albacete, quien fue uno de los tres mejores jugadores argentinos del torneo y se consagró como el mejor segunda línea de nuestra historia, rubro en el que se incluyen monstruos de la talla de Tito Fernández, Branca, Otaño, Tati Milano, Ure o Germán Llanes, entre muchos otros próceres.
De punta a punta, fue una de las performances más importantes de la historia, y ya no me refiero al Mundial en sí sino a 80 minutos inolvidables en París. Quedó expuesto que este seleccionado tiene muy en claro a qué juega y que, cuando las circunstancias lo ameritan, no duda en atacar con brillantez.
Se escucharon muchas cosas en la semana posterior a Sudáfrica. Demasiadas. Muchas de ellas dignas de quien sólo puede medir la eficacia con una varilla de exigencia que jamás se pondría para su vida diaria. Por eso, disfrutemos aquellos que, entendiendo de rugby o no, asumimos que la gloria no la consiguen sólo los primeros sino aquellos que son capaces, aunque sea por un rato, de ser mejores que ellos mismos. Los Pumas fueron ayer, como en el debut del Mundial, historia pura.