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Tan cerca y tan lejos

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En Navidad pedí tres deseos frente al arbolito. Como uno de ellos no se va a cumplir, puedo contarlo. Quiero tener todos los libros del universo a mi disposición. Para no parecer demasiado borgeano, digamos que me conformo con los libros en castellano y el par de idiomas que puedo llegar a entender. Puedo conceder incluso que se excluyan del deseo los textos que se estudian en las facultades de Ciencias Políticas y Comunicación Social.

Se me ocurrió la idea después de conocer una muy mala noticia: en pocos días, ya no será posible descargar libros de Papyrefb2, un sitio extraordinario que permitía acceder a una biblioteca de 27 mil volúmenes sin pagar nada. La razón es que el 1º de enero entrará en vigor la nueva ley de propiedad intelectual española, que entre múltiples disposiciones draconianas prevé multas de 600 mil euros y penas de seis años de cárcel para los responsables de sitios de internet “que tengan como actividad principal facilitar el acceso a contenidos protegidos, tengan o no ánimo de lucro”. Como dice la gente de Papyre, las sanciones por infringir el copyright son mayores que las que se aplican al robo con violencia. Esto es muy lamentable, porque el sitio ofrecía autores de moda, pero también otros completamente olvidados, que muchos lectores llegamos a conocer gracias a sus cuidadas páginas, que venían con una sinopsis de cada libro y permitían su descarga inmediata en tres formatos digitales diferentes. El sitio era especialmente bueno para novelas policiales, fantásticas o de espías y me permitió llegar a la inconseguible serie de Nero Wolfe, la saga de Len Deighton sobre la Guerra Fría o a algunos de los estrambóticos libritos de Jean Ray. El catálogo de Papyre proponía verdaderos banquetes: 66 libros de Julio Verne, 134 de Simenon, 53 de Pío Baroja, 45 de Philip Dick...

No me parece exagerado que hablen de “Ministerio de Incultura” para referirse a las autoridades españolas y su interés en reprimir el acceso a la literatura en nombre de la protección del derecho de los escritores y sus herederos a vivir del diezmo que le pagan las editoriales, como si los millonarios fueran a dejar de serlo sin esas disposiciones y los que no venden salieran de pobres gracias a la policía de la web. Hablo de esa patética legión de funcionarios que en todos los países usa modos puritanos para perseguir descargas de libros, películas y discos y complacer a las empresas transnacionales porque éstas no encuentran estrategias inteligentes para adaptarse a los cambios tecnológicos. Así es como en este mundo al revés, gente abnegada y generosa con el prójimo como los suecos de The Pirate Bay o estos anónimos españoles de Papyre pasan a ser los villanos de la ley cuando en realidad son más heroicos que Sandokán.

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Pero, más allá de estas capciosas discusiones en las que los defensores del statu quo sólo cambiarán de idea cuando su postura llegue al ridículo definitivo o hayan logrado que sólo una minoría absoluta consuma productos culturales, lo interesante de este asunto es que la tecnología nos ha dejado muy cerca de que se pueda escuchar música, leer o mirar películas sin límite y sin pagar un peso (o mediante un pequeño canon). Este es el verdadero derecho que está en juego aquí y Santa Claus debería hacer algo al respecto.