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Tanizaki al plato

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El admirable Junichiro Tanizaki comienza El elogio de la sombra, su elegía a las bellezas tradicionales de un Japón que se ve devorado por la imperativa modernidad de Occidente, recordando la serie de dificultades que debió enfrentar cuando decidió construir su vivienda siguiendo las centenarias preceptivas estéticas de su país, pero sumando algunos requisitos confortables de los que ya nadie prescindía. En sus primeras páginas, el autor, con sosegado humorismo, enumera los infortunios (y los gastos) que le deparó ese ejercicio de conciliación urbanístico y estético.

Su relato es de un discreto magisterio, porque, pretendiendo abordar el tema del cruce entre las propuestas de dos civilizaciones, Tanizaki en realidad aborda el tema por excelencia de un artista abocado a su práctica: la relación entre intención y resultado.

Es el suyo un ejercicio intenso, pero contado en tono bajo, menos exhibicionista que las fintas de un torero o los amagues fastuosos de Neymar, que el adversario normalmente descalabra de una patada. En el relato, la enumeración de sus esfuerzos por sumar, por ejemplo, la puerta corrediza interior,  shoji, hecha con marcos de madera forrados con papel traslúcido washi, la condición de transparencia que solo ofrece el cristal, pero preservando también la opacidad propia del papel, se le vuelve, luego de gastos económicos y esfuerzos conceptuales, un mamarracho impracticable.

La evidencia que deja flotando el autor es que uno de los secretos del arte consiste en aprender a renunciar, no antes, sino luego de la experiencia, a toda noción de fin práctico. Dicho esto, el libro ilustra también acerca de la imposibilidad de no intentarlo una y otra vez, con el fracaso como único horizonte posible. También, el libro habla acerca de los paraísos perdidos en lo profundo de los rincones umbríos, de las urgencias del cuerpo convertidas en escena metafísica.