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El laberinto de la soledad

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Hace unas semanas leí una nota sobre la melancólica elección de muchos jubilados japoneses. Solitarios en la oscura noche del alma de la vejez, viudos, sin hijos o no visitados por estos, perdidos en las maquinarias impiadosas de las ciudades, un día cualquiera entran a un negocio de comestibles y roban un sándwich y se dejan atrapar. En Japón no impera la doctrina salvaje y no hay empleados de seguridad ni policías que maten a piñas o a patadas al que delinque. El castigo por el hurto es de dos años de prisión.

Durante esos dos años, el jubilado que busca ir preso ha conseguido habitación, calefacción, comida y compañía, la vida social de las cárceles, y todo eso lo impulsa a repetir el acto una vez cumplida la pena, porque lo que no soporta es la lógica de un mundo de consumo y gasto inútil que se disfraza bajo el discurso del deseo y la libertad. Ese discurso, desde luego, no es sino la proclama de los poderosos de dinero o de lenguaje, los que (por mérito propio o herencia) cuentan con la posibilidad o el castigo de poder optar y no verse sometidos a la ley de hierro de la necesidad.

En nuestro país, no es extraño que los derrotados de un acto eleccionario, tras sostener por años el principio eugenésico “Debemos crear argentinos capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla” se asombren del resultado adverso. ¡Si pensaban a sus connacionales desde una posición de superioridad marciana, desde el desconocimiento y la extranjería! Esa moral de la reforma ajena no es sino una forma de la intolerancia y el desprecio que apenas pudieron disimular bajo los aspavientos marketineros del cuidado y el abrazo contenedor. En fin, allá ellos que ahora serán reemplazados por estos, que pretenden parecer un poco menos otros.

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Entrevistado por el gabinete psicopedagógico de la prisión que le tocó en suerte (vaya uno a saber cómo será un gabinete psicopedagógico nipón), uno de los jubilados contó que su padre era alcohólico y en las madrugadas entraba a su cuarto.

El pretexto era despertarlo para que fuera al colegio, pero cargaba con una vara de madera. El jubilado, de niño, había pasado en vela las horas de sueño, esperando el momento en que la sombra del padre se hiciera visible en el reflejo en la pared. El padre entraba y golpeaba la almohada con la vara, buscando acertar en el lugar donde debía estar la cabeza de su hijo, pero él, prudentemente, había puesto en su lugar un bulto con ropas y se había escondido en el armario. Y su padre no advertía la sustitución, porque al entrar en su cuarto ya estaba borracho perdido.

La cárcel –dijo el jubilado– me alivia, porque en la noche hay una puerta de hierro que se cierra a mis espaldas y nadie puede entrar.