No sé si lo habré contado alguna vez. Cuando mi padre era chico, acompañaba al suyo, mi abuelo Ernesto, a su trabajo. Ernesto era portero del Hospital Israelita y era encargado también de eliminar los restos de las cirugías. Sé, porque alguien me lo contó, que debía cargarlos y llevarlos en balde hasta el crematorio, que a veces hacía el camino llorando. Quizá me lo contó mi propio padre. Lo cierto era que, quizá para no ver llorar al suyo, él iba hacia los ascensores y hacía de ascensorista. “¿A qué piso va?”, preguntaba papá, y apretaba el botón. Al llegar el ascensor al piso indicado, estiraba una mano esperando la moneda de pago por el servicio. Juntaba de a centavos que hacía relumbrar y girar en el aire, soltándolos de un tincazo, antes de atraparlos y guardarlos en los bolsillos de su pantalón corto.
Años más tarde, él y mi abuelo trabajaron de obreros textiles. Recuerdo que en mi propia infancia, yendo desde mi barrio, San Andrés, hacia el club, que quedaba en Villa Lynch, atravesaba una zona fabril y se escuchaba el ruido de las lanzas tejiendo, el rumor constante de las máquinas. En aquellas épocas mi padre adquirió algo que se llamaba “conciencia de clase” y militó por años en la izquierda. Una vez, en un acto opositor al gobierno, él llevaba una bandera, entró al galope la policía montada y un policía alzó su garrote y le pegó un garrotazo en la cabeza que lo desmayó. El golpe dejó una herida interna, una callosidad que provocaba presión sobre una zona del cerebro y generaba descargas eléctricas. “La culpa de todo la tiene Perón”, decía a veces riéndose.
Nada deja de tener consecuencias en este mundo. Mucho más tarde, ya de viejo, quizá por efecto acumulado de ese golpe peronista, tuvo un ACV que lo dejó con retardo en la comprensión y el lenguaje y le cambió buena parte del carácter. En esos últimos tiempos, su dificultad para hablar crecía pero sin embargo se hacía entender de alguna manera. Después de que murió, Elvira, una de las señoras que lo cuidaba, me dijo que mi padre siempre insistía en que había guardado en algún lugar algunas monedas de oro. Si alguien las encuentra alguna vez, escondidas en alguna de las casas que habitó, que las disfrute. Yo creo que era un modo de nombrar los momentos en que apretaba el botón del ascensor y luego estiraba la mano para recibir aquellos centavos, el brillo de la vida.