Una gerente de una multinacional televisiva con estudios de posgrado en la materia me dijo, a propósito del programa de Lanata: “Me parece periodismo barato”. Interesado por ese veredicto, me propuse ver Periodismo para todos. Lo primero que me llamó la atención fue el formato, más de magazine humorístico (al estilo Tato Bores, pero sin su sutileza) que de programa de investigación periodística.
Lo segundo que me llamó la atención y que me incomodó fue un personaje satírico cuya errática dicción pretendía parodiar el discurso de los intelectuales reunidos en Carta Abierta. Mi incomodidad no tuvo tanto que ver con las relaciones de amistad y de respeto que guardo con muchos de los integrantes de ese colectivo del que no participo pero cuyos pronunciamientos sigo con atención, sino con el marcado anti-intelectualismo que ese paso de comedia presuponía, con sus interdicciones de lenguaje y su demanda de una claridad que sabemos ilusoria desde el siglo XIX.
En cuanto a lo “periodístico” per se, los informes de Periodismo para todos se centraron en demostrar el carácter poroso de las fronteras argentinas y en demandar, enfáticamente, un cierre adecuado a la aparente situación de guerra que estaríamos viviendo (se invocó incluso una ominosa “ley de derribo” de la que nosotros carecemos).
En el horizonte último de la integración latinoamericana debería figurar la desaparición de todo límite, y deberíamos reclamar al Gobierno que no esté dando los pasos necesarios para garantizar el cumplimiento de esa meta. Pero para llegar a una conclusión como ésta habría que abrirse, previamente, a un ejercicio intelectual al que el programa parecía negarse.
No sé si podría decir mucho más (me refiero sólo al último programa) porque, como advirtió en su momento Roland Barthes (a quien acusaron de “jergoso”), “si fuese posible un análisis científico de la estupidez, toda la TV se desmoronaría”.