Escribo los martes, pero, como pasaré unos días fuera del alcance de Internet, ordeno estas cuatrocientas palabras en la madrugada de lo que para el lector será el lunes pasado. Pese al frío, el clima es optimista. Hasta queda gente esperanzada en los futuros hospitales, caminos y barrios que anuncian construir y la prensa y la dirigencia del campo discurren como si la tormenta hubiera quedado atrás gracias a esta alborada de esperanza parlamentaria. Yo no. Descreo de “nuestras” legislaturas.
Hace ocho meses, en la primera edición de esta página de escritores anoté que “la Argentina está a punto de batir el récord mundial de costo parlamentario. Hoy, sin contar prebendas ni esos sobres que cada tanto reparte la SIDE, cada legislador cuesta dos millones de pesos por año. Nuestras Cámaras han batido el récord mundial de inasistencia. Por su incidencia, cada hora real de labor de cada miembro de las Cámaras cuesta un poco más que el alquiler de un yate con cinco tripulantes y tres empleados de cocina, para recorrer las islas griegas. Se dice que Atenas fue la cuna de la democracia: allá ellos. Uno va por otros motivos y las ventajas del yate son obvias: cuando no se lo usa, no hay que pagarlo. La desventaja de tener legisladores es que hay que pagarlos siempre, nunca se los usa y nadie los quiere”.
En la última frase me equivocaba: algunas veces se los usa, como a los Granaderos, para ceremonias oficiales y otras, como ahora, para atenuar crisis políticas y terminar de cerrar la cortina de humo de las retenciones.
Retienen porque no tienen: aunque parecen tener una política represiva del disenso y otra favorable al juego de azar privatizado en manos amigas, carecen políticas de abastecimiento, agropecuaria, contra el alcohol, tabaco y drogas; de defensa nacional, educación, energía e industria; de salud, seguridad de tránsito, seguridad urbana en general y de vivienda: enumeré en orden alfabético, porque ni yo ni el Estado estamos en condiciones de proponer jerarquías, o urgencias.
No “tenemos” una política tributaria. Ni siquiera se ha repuesto el tributo a la herencia, anulado por un decreto de Martínez de Hoz en vísperas de la muerte de su padre. Con un fisco basado en el impuesto al intercambio y el consumo, que no contempla progresivas cargas a la propiedad y la renta, y desde un Estado voraz lanzado a fortalecer sus privilegios y aumentar sus recursos para distribuirlos en la compra de lealtades no se puede imaginar un orden económico menos injusto.