Como las ideologías se han convertido durante estos tiempos argentinos en una especie de Wikipedia, una enciclopedia al paso donde cada uno va depositando ocurrencias, frases ingeniosas y datos de dudoso rigor, la Presidenta decidió esta semana sumar un curioso aporte sobre su propia ubicación política. Al hablar el jueves ante un grupo de militantes de UPCN y la Uocra en el emblemático Patio de las Palmeras –ese gran auditorio donde se montan las cada vez más artificiosas puestas en escena cristinistas–, dijo: “No me van a escuchar decir discursos con olor a naftalina, discursos de la izquierda, la derecha. ¡Qué izquierda ni derecha! Además, para los que me quieran correr por izquierda, les notifico que a mi izquierda, ¿saben qué hay? La pared, nada más, ¿viste? A mí que no me vengan a correr por ahí”. Una tercera posición, con leve inclinación a siniestra, digamos.
Es interesante hacer un esfuerzo por decodificar las palabras presidenciales porque, aunque muchas veces contradictorias, suelen encerrar pulsiones que inmediatamente se trasladan al accionar del gobierno. Es indudable que, en este caso, la mención a los que la corren “por izquierda” tenía como destinatarios a los gremialistas amigos que, apretados por la parálisis económica y su consecuente ola de cierres, despidos y suspensiones (secuelas no admitidas del “modelo con matriz productiva”), comienzan a desesperar por el incesante avance de grupos combativos en las comisiones internas de las fábricas, particularmente en gremios como Smata y UOM, casualmente ambos alineados en la CGT progubernamental de Antonio Caló.
Cristina no ha cultivado tan estrechos vínculos con Hugo Chávez y luego con su sucesor, Nicolás Maduro, para finalmente dejarse arrebatar territorio en nombre de la radicalización de las consignas. Ella ama el progresismo cool que se practica en los bares de Palermo Soho y Hollywood. ¿Viste?
Hay un dato que pinta de cuerpo entero la debilidad por la retórica ideológica de la jefa de Estado. La frase que enarboló el jueves desde el balcón interno de la Casa Rosada tiene su historia. Hace unos años –todavía vivía Néstor Kirchner–, un dirigente de una pequeña agrupación (hilacha supérstite de la guerrilla de los 70) se entrevistó con Fidel Castro. El hombre le llevó al veterano comandante un ramillete de dudas sobre el manto de protección política que Cuba le estaba tendiendo al matrimonio venido de Santa Cruz. Fidel no dio lugar a la apelación. Tajante, despachó a su antiguo camarada argentino con similares palabras a las que esta semana desempolvó la Presidenta: “¡Que te quede claro, chico, a la izquierda de los Kirchner sólo está la pared!”. La post Guerra Fría no permite sutilezas, hay que sobrevivir con lo que venga.
La liturgia ha sido fundamental en el armado del poder terrenal de Néstor y Cristina. Ese collage de viejas utopías setentistas con el pragmatismo de la soja y las comodities –abonado por un festival de consumo similar al de los odiados 90– constituyó una fórmula exitosa, al menos en términos de aceptación electoral, hasta no hace mucho. Atenuado su capitalismo explícito, los K montaron un show a la medida de las ilusiones de una generación que nunca pudo hacerse cargo de su propio fracaso. Tan fuerte ha sido el poder del relato, que hasta Jorge Capitanich, ex ministro dilecto de Eduardo Duhalde y gobernador –en uso de licencia– de Chaco, una de las provincias más pobres e injustas del país, parece ahora imbuido de un colorido toque antiimperialista. Sin ir más lejos, a mitad de esta semana, el jefe de Gabinete sorprendió a los periodistas al denunciar “una confabulación” entre “los fondos buitre y la Justicia norteamericana”. Nada más. Ni nada menos.
La dramatización ideológica que acompañó los tiempos felices de la abundancia –a pesar de los enormes perjuicios que el país pagó, y seguirá pagando, en materia de modernización, deterioro institucional y aislamiento– fue, sin embargo, un juego de ilusiones casi inofensivo, alimento balanceado para entretener a un sector pequeño pero muy dinámico de la cultura y el espectáculo criollo. El problema empieza a tomar cuerpo cuando los propios ilusionistas comienzan a comprar los trucos que ellos mismos han inventado.
Y ahí estamos parados ahora.
Inhabilitada para heredarse a sí misma, con descendientes leales que no mueven el amperímetro electoral y una crisis económica provocada por mala praxis y empecinamiento, Cristina Fernández parece tentada a comprar su propio personaje. La aplicación de la Ley Antiterrorista a una empresa norteamericana “por generar temor” al declararse en quiebra es a todas luces una sobreactuación peligrosa. No tanto por las consecuencias jurídicas que tendrá sino, sobre todo, por la dinámica que puede tomar la conflictividad social de ahora en adelante (anteayer sumó su diagnóstico pesimista una ex chica CFK, Mercedes Marcó del Pont, titular del Banco Central hasta hace apenas unos meses, quien avizoró para la segunda mitad del año más “problemas de crecimiento” y “aumento en los despidos”). De nuevas inversiones, imprescindibles para desarrollar el capitalismo rengo del país, ni hablar.
“¡Exprópiese!”, solía gritar el general Chávez a su paso por las calles de Venezuela mientras iba recogiendo denuncias sobre supuestas maniobras especulativas de capitalistas locales y extranjeros. El resultado está a la vista. Un país pobre, injusto, represivo, atravesado por la corrupción (Estados Unidos retiró hace poco las visas a la denominada “boliburguesía”, la nueva casta nacida al calor de la llamada Revolución Bolivariana, dueña de pingües negocios en la imperialista Miami), que exterminó 4 mil empresas en los quince años de socialismo del siglo XXI, que tiene una brecha cambiaria del 1.200% y ostenta la segunda tasa de homicidios más alta del mundo (53,7 cada 100 mil habitantes). Patria o muerte. Literal.
Buenos Aires está lejos de Caracas. Pero conviene tomar nota. La épica es un jarabe que si se empieza a usar sin prescripción adecuada suele generar adicción tóxica.