Entré al pabellón de Argentina en Frankfurt y me abrumé instantáneamente. Supongo que en un sentido positivo. De los techos feriales colgaban muchas cosas, como pulcros exvotos laminados. Las paredes laberínticas aparecían escritas por Sarmiento, por Walsh, por Cortázar. Un grupo de chicas se asomaba a una gigantografía acrílica con la silueta del país (territorio antártico incluido, Malvinas anexadas) y señalaban con jolgorio los paisajes proyectados al voleo.
En el desayuno se arremolinan los autores, los periodistas, las salchichas. Se comenta el Nobel a Vargas Llosa. Hay tango hasta en las escaleras hacinadas. Los amigos de la Deutscher Fußball Bund, incluso, me piden que baile el tango al cerrar nuestra charla. Los eventos con autores se llenan de curiosos. Estudiantes argentinos radicados en Alemania hacen tesis y aprovechan para preguntar miles de cosas básicas, como si se hubieran perdido diez años de historia y tuvieran que ponerse al día.
Hägen-Dazs ofrece entre sus helados alemanes uno que se llama, sin vueltas, sin traducción, dulce de leche.
Aborté el paseo, en parte porque llegaba tarde a mi mesa y en parte porque me asaltó una inesperada congoja. Es un falible complejo de inferioridad que me persigue: toda la escena –incluidas las rubias señalando con admiración los destellos acrílicos de una patria tan lejana, de una ilusión de patria curada por quién sabe quién en un pabellón hecho de plástico y palabras– me llevó a esconderme atrás de un liencillo impreso con un mate o con Facundo, y lagrimeé en silencio. No es esta feria, este cóctel de exotismo para un otro –me dije. Soy yo. Que estoy sensible. Seguro que es por muy otros motivos.