El acre sabor de la muerte, la humillante ratificación de que a la Argentina la sigue gobernando el pasado. Esto es lo que nuevamente se respira en un país ruidoso pero volátil, estentóreo pero incorregible. El nuevo asesinato marca otra vez el ritmo del devenir doméstico.
No es la Argentina el país más violento del mundo, ni mucho menos. Para limitarse a América latina, México y Colombia conviven desde hace mucho con balaceras y mortandades mayores. Pero aquí, en el sur, lo que sucede sobresale no sólo por la realidad de esa violencia indomable, sino también por el carácter melancólicamente retrógrado que destilan esas estériles redundancias históricas.
Hay una violencia sorda, tácita y compacta en la Argentina. Los modos de ocupación del espacio político son agresivos. Se habla a empellones. Se desacredita con cotidiana naturalidad. Antes y después de que una bala le quitara la vida a Mariano Ferreyra, el escenario de lo que acontece emanaba el hedor del odio. La falta de odio no se pregona. No es un enjuague bucal para limpiar de gérmenes la faringe.
Más allá de las proclamaciones huecas del “buenismo” repelente e hipócrita al que es tan adepto el binomio conductor del país, lo brutal emerge casi a diario en los modos y en el lenguaje de quienes no sólo han tolerado la pervivencia de una costra gremial abominable, sino que incluso la han prohijado y galardonado.
La “runfla” dirigente del sindicalismo jamás se despegó de sus modos prepotentes y arcaicos de otrora. Tan fuerte es la toxicidad de estos aparatos, que ni siquiera ha zafado de la indigencia institucional una CTA que fantaseaba con un modelo diferente para servir al pueblo. Deprimente constatación es que Yasky y Micheli no pudieron ser elegidos de manera impecable y sólo votaron para elegir nueva conducción unos 240 mil de 1.200.000 afiliados. Si la propia CTA no puede hacer elecciones irreprochables, ¿qué cabe esperar de ferroviarios, camioneros y albañiles, por ejemplo?
Cuando Raúl Alfonsín fracasó en su intento de reconfigurar democráticamente al sindicalismo en 1984, se demostró que las callosidades rígidas del corporativismo argentino eran más resilientes que la dictadura militar.
Nada demasiado diferente es la CGT de hoy y su conducción que sus antecesores del último medio siglo. ¿Qué distancia conceptual y de procedimientos verdaderamente significativa existe con Vandor, Alonso, Rucci, Miguel y Ubaldini? Ninguna que merezca ser llamada así. Una continuidad consistente eslabona perfiles, maneras y filosofías.
Nada hay de nuevo, no hay sorpresas, tampoco cambios. Moyano y sus camioneros son hoy el equivalente a la temible UOM de los años 60 y 70. Seco, sombrío, dueño de una codicia política sin límites, lejos de encarnar una variable criolla de un laborismo político basado en las organizaciones de trabajadores, Moyano sigue siendo lo que no puede dejar de ser: un tipo pesado, carácter difícil e irreductible a la hora de competir en democracia.
En las fuerzas opositoras ninguno de los aspirantes a la candidatura presidencial se anima a insinuar una posición de principios. Es comprensible que desde los peronismos existentes nadie cuestione al agresivo y arcaico aparato sindical. Como aprendí hace años en México, perro-no-come-perro. Pero fuera del peronismo nadie planta bandera tampoco: atribulados por el temor a ser calificados como gorilas, los líderes políticos argentinos que no reportan al peronismo no se liberan del terror que les suscita ese aparato.
El Gobierno, por su parte, integra lubricadamente un mismo universo de conceptos, con su propia cosechas de enormidades, provocaciones y desatinos, actividad en la que descolla el jefe de Gabinete, siempre presto para embarrar y embarrarse, todo terreno para reducir a niveles de colosal inmundicia el nivel del debate político argentino. Con sus omisiones escandalosas (patentizadas en el penoso estado de la Policía Federal), el Poder Ejecutivo complementa la inercia de la hegemonía sindical.
Todo con la ayuda de una izquierda incapaz de pensar de manera diferente la superación de las demasías sindicales. Ni un gesto de diferenciación verdadera surge de Fernando Solanas y su grupo político, a menudo usado por el oficialismo, pero sin identidad propia de cara al cegetismo kirchnerista (esa pareja del pejotismo).
Afinidad ideológica y pánico a ser marginados de ese cosmos generan ambigüedades insólitas. Avalan huelgas salvajes y claramente intimidatorias, que son en verdad lock-outs sindicales destinados a extorsionar, como lo reveló el vergonzoso caso de los recolectores de residuos y su apriete al Ceamse. Quienes provienen de viejas y vetustas izquierdas alegan que el derecho de huelga es sagrado, como si los sindicatos verticales argentinos fuesen entidades democráticamente gestionadas donde los paros son decididos de manera transparente.
Tampoco se hace cargo la dirigencia política en general de que en la Argentina real de todos los días, una mayoría de acciones perpetradas en nombre de causas supuestamente legítimas les hacen cosquillas a los poderosos pero dañan concretamente al pueblo. La comisión interna de Kraft-Terrabusi, por ejemplo, colapsó la Panamericana al comenzar la mañana del jueves en protesta por el asesinato de Ferreyra, los médicos municipales pararon en protesta por la violencia que sufren en los hospitales públicos, los docentes siguen parando sin inmutarse, e incluso hay ya gremios que piden la jubilación a los 50 años.
¿Nadie advierte que estas luchas supuestamente reivindicativas son eminentemente antipopulares en esencia? El famoso “universo de ideas” en el que dice reconocerse la progresía es incapaz de romper con sus cepos conceptuales.
Gobernada por una conducción jactanciosa y beligerante, en la Argentina se ha ido coagulando una arquitectura del terror. Apesta el olor a viejo que todo esto derrama. Armado vetusto. Retórica almidonada y pobre. Fervor epidérmico que pertenece a un pasado al que se pretende retratar como paradigma del porvenir.
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