El debate por la reparación salarial de fin de año se aborda con mirada de one shot pero el tema es una constante de los últimos varios años. Cada trimestre final se repiten reclamos, pulseadas entre funcionarios y gremios, y hasta se reiteran escenas de organizaciones sociales reclamando ayuda extra, ya sea en la 9 de Julio frente al Ministerio de Desarrollo Social o en los alrededores de los grandes supermercados.
En parte no debería sorprender en un país que lleva casi un lustro sin crecer y con inflación sostenida. En ese escenario de inequidades sin resolver, la excepción se estandariza y por imperio de la necesidad la ayuda extra por única vez se convierte en derecho adquirido, en medida momentáneamente definitiva.
Este fin de año tiene la extraordinaria particularidad de un gobierno recién asumido y distinto al de los últimos doce años; y una nueva conducción gremial. Unos y otros parecían haberle tomado la medida a la cintura política.
Para el Gobierno, había un gasto calculado. Consciente de que debería sentarse a la mesa con el sindicalismo renovado, se guardó una ficha que ya estaba dispuesto a jugar para ofrecerla en la mesa de negociaciones. Para la flamante conducción de la CGT, era de manual dar una primera señal de para qué asumió: presentarse frente al Gobierno con el paro bajo el brazo le permitía revalidar legimitidad y no perder perfil combativo ante la CTA, que –critican– acumula más dureza que resultados de bolsillo. De paso, y en medio de un peronismo que busca su destino, sumar como efecto no tan colateral la chance de avanzar un par de casilleros en el reposicionamiento sindical en la interna de la conducción del PJ, ganar poder político y, quien dice, colocar más nombres en las listas electorales de 2017.
La ecuación cerraba perfecta. El Gobierno se mostraba permeable, el gremialismo razonable. El Ejecutivo mostraba sensibilidad social y los gremialistas su primer logro. Uno concedía algo, el otro lo conseguía. Todos ganaban. Pero el partido que parecía fácil, se complicó.
Se habló muy rápido de un bono, de aguinaldo libre de Ganancias y, una vez más, alguien gastó entusiasmo y palabras a cuenta, y se olvidó de hacerlo pasar por el túnel de viento. Los gobernadores se declararon insolventes y le crearon ruido interno al propio Gobierno, y el sector privado no necesitó sacar cuentas: tiene muy a mano los datos de actividad y la prueba tangible de que en las cajas registradoras no crecen brotes verdes.
La chance de mostrar que éste es el primer gobierno no peronista capaz de cumplir el primer año de mandato sin un paro general, parece esfumarse, justo cuando la conducción de la economía sale al mundo intentando seducir a un establishment internacional con menos urgencias que el Gobierno, que repite más o menos las mismas preguntas de los últimos meses. Como ocurre desde que asumió Macri, ven a los nuevos funcionarios con buenos ojos, sienten que hablan el mismo idioma, pero no se apartan de un optimismo módico: quieren ver si estos “nuevos argentinos” tienen la habilidad o el poder político de convertir en hechos las buenas intenciones declaradas. Por ahora, reparten elogios, palmadas en la espalda y compran algunos bonos: dan señales de estar más predispuestos a dar financimiento, a prestarle a la Argentina, antes que a invertir. Ellos y el círculo rojo parecen coincidir y sintetizar su toma de posición en el clásico “Animémonos y vayan”. Curioso apoyo. En el fondo, es casi tan amenazante como el paro.