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¿Tiempos modernos?

En El antropólogo y el mundo global (Siglo XXI Editores), el intelectual francés, autor de la idea del no lugar, recorre sus primeras investigaciones por América y Africa y sus reflexiones sobre la modernidad tardía. A través de su propia historia, propone Augé, se puede leer la historia de la disciplina, sus transformaciones y los cambios de paradigmas sociales, como el del uso del tiempo, en el capítulo que aquí se reproduce.

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En algunos deportes colectivos como el basquetbol o el handball se utiliza la expresión “tiempo muerto” para designar la suspensión del juego durante un minuto, solicitada por el entrenador que desea interrumpir una mala secuencia o dar consejos a sus jugadores. Se la podría oír en todas las formas de interrupción programada (medio tiempo, tiempo de descanso, pausa del almuerzo) que puntúan la vida deportiva y la vida del trabajo. Pero en las formas más arcaicas y autoritarias del trabajo en fábrica (en las cadenas de sacrificio de los mataderos de aves, especialmente), la gestión de los tiempos muertos, hasta de los más ínfimos, sigue siendo autoritaria: todavía hay que pedir autorización para ausentarse un minuto a fin de satisfacer una necesidad física. De manera general, el recuento y la gestión de todas esas formas de tiempos muertos son la preocupación de todos aquellos que pagan salarios o de los asalariados que están a cargo de la organización del trabajo de otros.
La historia del derecho de huelga podría ser considerada como la historia de una lucha por la conquista del derecho de iniciativa en materia de tiempo muerto. La productividad, el costo del trabajo y, por ende, del tiempo de trabajo están en el corazón de los debates políticos y económicos actuales. Las licencias pagas permanecen como un símbolo mítico de una conquista obrera. Desde otro punto de vista, el de la distribución, el empleo del tiempo es una preocupación importante de los directivos de fábricas y empresas. La ampliación de los mercados lo convierte incluso en un problema esencial que se resume en un cálculo de costos y de tiempos. La competencia entre la ruta y la vía férrea es una de las manifestaciones de esta preocupación.
La extensión de la red de autopistas en Europa o en los Estados Unidos está en relación directa con la necesidad de una distribución rápida y a menor distancia del destinatario. Los camiones de grandes taras se suceden en fila india por las autopistas; sus tiempos de trabajo y sus tiempos de descanso son programados y registrados; se amontonan en las áreas de descanso para respetar los tiempos muertos de la actividad de conducción. Por eso mismo, los embotellamientos y las dificultades de la circulación vehicular conciernen de manera prioritaria a los responsables económicos. El desarrollo de la comunicación electrónica y la extensión paralela de la venta por correspondencia amplían infinitamente el mercado y la necesidad de transportes rápidos, especialmente aéreos.
El ideal del empresario capitalista es, por lo tanto, al mismo tiempo una mano de obra flexible, disponible, fácilmente trasladable, y una red aérea, rutera y de autopistas siempre libre, abierta y utilizable. Su obsesión, a la inversa, es el bloqueo parcial o total del trabajo, por causas de enfermedad o de huelga, y el bloqueo parcial o total de las vías de circulación (añadamos a esto las eventuales fallas informáticas). Estos bloqueos son la fuente de “tiempos muertos” que, esta vez, no se deben a su iniciativa y que, en algunos casos, son imputables al sistema tecnológico de conjunto. Y allí está la aparente paradoja: el sistema de circulación rápida y de comunicación instantánea sólo tiene sentido en la medida en que pone en relación puntos geográficamente localizados. Independientemente de los incidentes técnicos que de manera episódica pueden reducir su eficacia, ese sistema es tributario del espesor concreto del medio en el que se sitúan los destinatarios. Experimentamos esto cuando, después de un vuelo de dos horas en avión, nos lleva más de tres horas, por causa de los embotellamientos, llegar a nuestro destino final y eventualmente a nuestro domicilio. Se están investigando, es cierto, soluciones técnicas (trenes rápidos, nuevas autopistas), pero nunca son enteramente satisfactorias.
La dificultad reside en el cruce entre dos sistemas, el lugar y el no lugar, si se quiere, que corresponden a escalas diferentes y cuya difícil articulación es generadora de tiempos muertos no controlados, es decir, desde el punto de vista de la producción y del trabajo, de tiempo perdido.
La globalización del mercado conlleva una contradicción que podríamos llamar geográfica; ésta se añade a las consideraciones ecológicas (contaminación ligada específicamente a los viajes de larga duración con un fuerte consumo energético), que ciertamente no son la primera preocupación del sistema productivo. Pero esta contradicción tiene otras dimensiones, propiamente sociales, que tenderían a confirmar la intuición, a primera vista paradójica, suscitada por la geografía: los tiempos muertos son el corolario de los no lugares; son lo que los duplica, los dobla, los reviste. En la medida en que el dominio de la producción pasa por el del tiempo, la patronal intenta recuperar la iniciativa en materia de uso del tiempo y, sobre todo, de gestión de los tiempos muertos. Intelectualmente, sus contradicciones son entonces flagrantes. Protesta contra la reducción del tiempo de trabajo y contra el descenso de la edad de jubilación, pero frecuentemente impone jubilaciones anticipadas y recurre, cuando lo estima necesario, al seguro de desempleo parcial o técnico. Cualesquiera sean las razones coyunturales de estos dos últimos tipos de iniciativas, éstas reflejan una contradicción del sistema en su globalidad, incluso si localmente aquellos que son objeto de las mismas las viven como puros y simples arrestos domiciliarios y como verdaderos “tiempos muertos” impuestos por la jerarquía.
La cuestión de las deslocalizaciones se inscribe en la misma contradicción. Como los directivos de empresas carecen de vocación altruista, es comprensible que las relocalicen en países donde el trabajo cuesta más barato. Sólo renuncian a ello, si es que renuncian, después de haber tenido en consideración otros factores, como la calificación, el rendimiento o el costo de los transportes. En un mundo realmente y totalmente global, ni la deslocalización ni la relocalización tendrían sentido ni interés: es la presencia sostenida de lugares identificables, diversos y desiguales, con características demográficas y económicas analizables, lo que permite a las empresas  transnacionales utilizar esta pluralidad para intentar disminuir sus costos. En este sentido, puede observarse que quienes se oponen a las deslocalizaciones están expuestos, por su parte, a algunas contradicciones, aun cuando se pretenden progresistas y universalistas: el desarrollo interno de los países subdesarrollados es citado a menudo como el mejor medio para frenar los movimientos de emigración, estimulando el desarrollo local. Oponerse a esto es correr el riesgo de reactivar la migración, especialmente la clandestina. En pocas palabras, los otros, ya sea que partan o que se queden, trabajadores emigrados o empleados en su país por empresas deslocalizadas, siempre son objeto de todas las sospechas y de todas las desconfianzas: directa o indirectamente, son ladrones de empleos. El tiempo muerto, una vez más, nace en el cruce entre lo global y lo local, entre el no lugar y el lugar, y adquiere múltiples formas: desempleo, errancia entre dos mundos, muertes reales en el curso de travesías marítimas peligrosas, cierre de fábricas, despidos.
En el origen de la crisis económica actual se encuentra, obviamente, el juego de los especuladores pero, más allá de ello, se destaca la derrota del concepto antaño dominante de “cultura de empresa”. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que ese concepto no solamente se aplicaba al mundo de la empresa, sino que de buena gana era presentado como un paradigma de conquista que concernía ventajosamente a la gestión política de la sociedad en su conjunto. Había que gobernar una nación como se gestiona una empresa: consigna que fue adoptada por algunos jefes de Estado. El neologismo “gobernanza” completaba el cuadro. La buena gobernanza consistía precisamente en gestionar el propio país como una empresa.
Para conservar un mínimo de credibilidad, este postulado habría supuesto, no obstante, que las relaciones sociales dentro de la empresa estuviesen impregnadas de un mínimo de civilidad y solidaridad.
Pero en los últimos años –y la crisis, desde este punto de vista, ha sido un revelador muy útil– ese modelo de empresa plenamente integrada y por eso mismo plenamente eficaz carga un pesado lastre.
Por una parte, las debilidades del management y el acoso moral han sido la causa de muchas depresiones e incluso de suicidios entre los empleados. Por otra, la revelación de enormes desigualdades de salarios y de ganancias entre la cima y la base de la pirámide, así como entre hombres y mujeres, ha tenido efectos devastadores.

*Antropólogo y etnólogo.