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Tirios y troyanos

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Si hay alguien que me tiene sin cuidado es el señor Vargas Llosa. Sé que escribió tres novelas estupendas que me entusiasmaron en aquel momento: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral. Y sé, o por lo menos es mi opinión, que después se limitó a pavadas más o menos entretenidas como las de las visitadoras y la tía y esas cosas, hasta llegar a novelitas que dan vergüenza, como la de la nena traviesa o las nena mala o qué sé yo. Puedo recordar con gratitud y hasta con la sombra de aquel entusiasmo sus tres antiguas excelentes novelas. Hoy este señor no me interesa. Lo que piensa o lo que siente o sus inclinaciones políticas son cosa de él y a mí no me mueven un pelo. Sus opiniones tampoco. Tierne derecho a pensar lo que se le ocurra, y a decirlo. Lo mismo que yo, que mi vecino, que la señora de la otra cuadra y que el tipo que pasa en bicicleta. ¿Ha dicho algo desagradable e incluso ofensivo para la Argentina? Y bueno, es su opinión. Yo o cualquiera de nosotros puede sentir que no debió haberlo dicho, pude incluso contestarle airadamente o no por  algún medio de alcance  público, o lo que sea. Lo que ni yo ni la señora de la otra cuadra debe hacer es impedirle que se exprese. Y mucho menos prohibirle que venga a nuestro país porque ha dicho de nosotros algo que no nos gusta. Lo que corresponde es que si podemos se lo discutamos y le digamos que está equivocado. Si así no lo hacemos, le estamos demostrando, por tortuosos caminos, que tiene razón. Si impedimos que venga y que abra la Feria del Libro, algo muy desagradable suena a nuestro alrededor: una de las columnas de la democracia es el disenso. Si todos, tirios y troyanos, tenemos por obligación que pensar lo mismo, no es democracia lo que suena sino nazismo, y aparecen sonrientes las siluetas de Mussolini, de Stalin, de Franco, de Pinochet y de Videla. ¿Eso queremos? A mí me encantaría que el señor V. pensara otra cosa y me encantaría que fuera el gran escritor que por un momento fue. Pero no puede ser, de modo que lo que me queda es un arma formidable, que es la que estoy usando: la palabra.