El 3 de marzo de 1962 se veía por el Canal 9 de Buenos Aires la primera emisión de Titanes en el ring. Comenzaba una leyenda que duraría hasta 1988 y que perdura en la mente de miles de adultos de hoy, niños y adolescentes de entonces. En aquella creación de Martín Karadagian (1922-1991), actor y, sobre todo, luchador de gran carisma, los simulacros de feroces luchas cuidadosamente coreografiadas despertaban emociones, pasiones y ardientes adhesiones. Amores y odios a personajes como El Caballero Rojo, La Momia, Pepino el Payaso (o Il Bersaglieri), El Indio Comanche, Ulises el Griego, Hippie Hair, el Gitano Ivanoff, Tufic Memet o el Vasco Guipúzcoa. Rubén Peucelle, gran ídolo, y el propio Karadagian luchaban a cara descubierta. La mayoría de los otros lo hacían caracterizados u ocultos bajo máscaras y artificios. Tras el disfraz, varios desempeñaban más de un papel. Eran a la vez actores y luchadores. También lo era el controvertido árbitro, el Conde Schiaffino, y por qué no el relator Rodolfo Di Sarli, maestro de la inventiva y las metáforas insólitas.
Había honestidad en Titanes en el ring, un engaño acordado y disfrutado, una convención que funcionaba, quizá sin que nadie lo supiera, sobre la milenaria matriz del mito. Nada de eso queda en el patético remedo de aquellos “titanes” que ofrece hoy la política argentina. Todo es simulacro del peor, sin encanto, sin fantasía. Las peleas, que parecen terminales, no lo son. La falsedad de los golpes, de las tomas, de las caídas y de la gesticulación carece de gracia y hasta indigna. Parece que los villanos de esta pobre remake van a morder el polvo y pagar por su corrupción y su latrocinio de una larga década, pero siempre hay un juez (y no es Schiaffino, son otros y no engañan a nadie) que los salva. Causas congeladas, juicios que nunca se inician, indagatorias que se extienden hasta morir. Gobierno y sindicalistas engordados a fuerza de matufias amenazan con sacarse los ojos, mientras negocian amigablemente a espaldas de la tribuna. Las denuncias contra funcionarios cuyos conflictos de intereses son a menudo más que eso se cajonean o se cierran por falta de mérito antes siquiera de investigarlas. Un gobernador que representa lo peor de la corrupción eterna estaba raleado hasta ayer y se hace amigo hoy. Las escaramuzas entre Gobierno e industriales aburre por lo previsible y porque se ve a la legua el fingimiento de la finta.
En el Titanes en el ring original había una incógnita. La del hombre de la barra de hielo. ¿A dónde la llevaba? ¿Para qué era? En la versión actual, el hielo es para congelar causas, promesas electorales, supuestos enfrentamientos, investigaciones, etcétera. Y si algún actor-luchador no lo entiende y cree que la cosa es en serio, queda afuera del elenco. Hay varios que pueden decirlo (Alberto Abad, en la AFIP, es el último). El parte oficial dirá de ellos que fueron excelentes miembros del mejor equipo de los últimos cincuenta años. Di Sarli tenía más gracia y más poder de convicción.
En su ensayo La salvación de lo bello, el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han sostiene que lo que constituye la vida del político es el hecho de actuar. Ni trabajar ni producir, dice. Actuar. Pero sus acciones, agrega Han, no se realizan por el valor de ellas mismas. Responden a un fin. Ese fin es externo y tal utilitarismo impide que el político sea un hombre verdaderamente libre. Las acciones del hombre libre se validan en sí mismas, no son medios, sino fines. Esa debería ser la razón de la acción política. Comenzar algo nuevo, dice Han, algo no utilitario y, por lo tanto, bello.
Byung-Chul Han remata su idea apuntando que la falta de ideas de la política actual hace imposible la acción genuinamente política. Por eso, quizás, es tan mediocre la versión que vemos de Titanes en el ring, a cargo de malos actores y pésimos luchadores que se desempeñan ante una tribuna adormecida, a la que, bajo el efecto de la anestesia, se le extraen muestras de sangre para análisis llamados encuestas.
*Escritor y periodista.