–Eres un maldito bastardo, hijo de mil padres…
–Sí, yo también te extrañaré.
Diálogo entre Clint Eastwood y Eli Wallach en el western ‘El Bueno, el Malo y el Feo’ (1966), dirigido por Sergio Leone.
Lo de Newell’s fue una historia de amor con un final a lo Hollywood. Es curioso cómo un mundillo tan despiadado, voluble y autodestructivo como el fútbol tiene, sin embargo, lugar para esta clase de historias, llenas de entrega y desinterés, más allá del éxito final.
Gerardo Martino, en tanto técnico campeón, disfrutará de las engañosas mieles de la unanimidad. Todos elogiarán su planteo ofensivo, su 4-3-3 con presión constante, preciso en velocidad, hermoso para ver. Dirige como jugaba; un 5 virtuoso que manejaba sabiamente a su equipo desde la mitad del campo. Hoy reafirma su estilo, incluso, a la hora de abandonar este futbol, planeado por un loco. Que lo obliga a absurdos tales como consagrarse campeón un rato antes de jugar una eliminatoria por Copa Argentina –que perdieron, claro, más allá del mérito de Talleres– o tener programada una finalísima por nada contra Vélez, el otro campeón, días antes del duelo contra el Mineiro de Ronaldinho para saber quién de los dos llega a la final de la Libertadores. Ay.
Saja, compañero suyo en Grecia, lo recomendó para Racing. Pero Scocco fue a Newell’s, su casa. Hizo bien. Es uno de esos 9 inasibles; que rotan, entran, salen; que enloquecen a los centrales que preferirían marcar a un faro de área, peligroso pero ubicable, y no a un fantasma. Porque la mano que noquea –el boxeo es sabio en sus axiomas– es la que no se ve. Scocco –como Vietto– trabaja de eso. Letal por su velocidad, por su técnica que le permite enganchar o tocar de primera, por su frialdad para definir.
Elogiar al goleador es obvio. También a Maxi Rodríguez, inmortalizado en el imaginario popular por su golazo a México –pecho para dormir un cambio de frente de Sorín, zurdazo de volea al ángulo–, el mejor del Mundial de 2006. Quiero detenerme en Heinze, gringo de Crespo –ciudad de mujeres hermosas, créanme– que nunca logró meterse en el corazón de la gente, pese a conseguir lo que muy pocos, o nadie. Porque jugó dos Mundiales, fue medalla de Oro en Atenas 2004, pasó cinco temporadas en los dos equipos más poderosos del mundo –Manchester United y Real Madrid–, ganó una Premier, una Liga española, una francesa –más media docena de copas– y fue fichado, además, por clubes grandes de Italia y Portugal. Dejó la Roma para pelear el descenso con Newell’s y no se le cayó ningún anillo. Me alegro por él, eternamente ninguneado pese a su notable carrera.
Cruel paradoja. Hace un año, Newell’s e Independiente arrancaban igual; con apenas 90 puntos en 76 partidos: los dos peores promedios, a excepción de los recién ascendidos River y Quilmes. Dos instituciones devastadas por gestiones de terror.
Una, la del señor López y las puertitas cerradas de su hermético Newell’s; una extraña dictadura que duró desde 1994 hasta 2008 y vació al club. La otra, la de Comparada; yuppie de buena presencia y mejor prensa que apostó a la megalomanía; resignó puntos en una absurda carrera contra Boca y el Milan por ver quién la tenía más larga en copas ganadas y prefirió demoler –no modernizar– un estadio histórico como el de la Doble Visera, para construir una cancha que jamás terminó. Su reaparición pública luego del descenso fue patética. Visiblemente nervioso, se victimizó y buscó refugio en el fracaso de Cantero, intentando maquillar el enorme agujero que dejó en el club. Una frase que no pudo contener mientras explicaba su relación con la barra, lo define mejor que nada: “Estos negros se te van de las manos”, dijo. Listo. Ya está. A otra cosa.
Cantero fue masacrado, como él mismo vaticinó. Es cierto que no pegó una en lo deportivo y volvió a equivocarse en la semana, dando a conocer, de apuro, una lista de prisioneros ejecutados al amanecer donde pagan justos por pecadores. Farías y Leguizamón fueron dos fracasos estrepitosos, sí, pero no menores que el de Sand, que en Racing pasó de Dios a la Nada sartreana en pocos días. Esas cosas pasan. Y mucho más cuando un clima de tragedia griega lo invade todo, fatal, irremediable. La lenta agonía y la ausencia de una hinchada burlona quizá ayudaron, pero lo cierto es que el comportamiento de su gente, mientras se consumaba el descenso, fue ejemplar.
Dejo para el final una confesión íntima. Soy de Racing, todos lo saben. La pregunta es: ¿disfruté su descenso? ¿Me alegré mientras sufrían aquellos que se burlaron de nuestras desgracias durante tres largas décadas?
No. No pude, maldito sea.
Lo soñé durante años. Pero cuando vi a tanta gente quebrada por el dolor, se congeló mi sonrisa. Y cayó una lágrima gorda, vergonzante, inapropiada. Como buen hincha de Racing, no pude evitar identificarme con el dolor del otro. Más tarde, el niño de diez años en que todos nos convertimos cuando hablamos de futbol llegó en mi auxilio y logré desearles largos años en el Nacional B. Un alivio fugaz.
Si Henry Miller era “un patriota del distrito 14° de Brooklyn”, yo soy un patriota de Piñeyro, Avellaneda, el barrio donde crecí. En sus calles sin tránsito, sobre baldosas desparejas, aprendí a pisar la Pulpo –a amasarla bien para secarla, si tocaba la zanja– y a hacer la pared, con la pared. Allí todos éramos de Racing o de Independiente, rigurosamente; porque Boca y River eran pares lejanos y la ciudad, un pujante polo industrial.
Vivir sin amor es puro dolor, pero quedarse sin rival es quedarse solo. Lo supe recién después del pitazo final. Lo que yo quiero es que pierdan con nosotros, no con Patronato o Aldosivi, ¿se entiende? Cuando sentí ese ridículo ataque de celos, fue que me ganó la pena.
Sin ellos no hay partido. No se juega y eso, no es vida. Nos quedamos sin clásico; sin el incomparable rito de enfrentarnos, cara a cara, con el odiado rival de toda la vida; esa otra forma del amor.