El miércoles que viene, David Lynch dirigirá un concierto de Duran Duran que podrá verse gratis y en directo por Internet. La iniciativa es parte de una serie llamada Unstaged, que vincula a bandas de rock y cineastas (en agosto, Terry Gilliam filmó a Arcade Fire), y es una de las tantas actividades a las que se dedica Lynch entre una película y otra (en su larga carrera ha hecho videos para Michael Jackson y Chris Isaak, y campañas publicitarias para Calvin Klein, Alka-Seltzer y el gobierno de Nueva York, por ejemplo). La noticia llega a cinco años de la última película del director, Inland Empire, y al mismo tiempo en que su libro Atrapa al pez dorado (publicado en España hace dos años y cuya lectura puede provocar sorpresa, estupor e indignación, todo al mismo tiempo, por su aparente candidez) comienza a venderse en la Argentina con fuerza.
No sólo eso: Cahiers du Cinema acaba de distribuir los dos primeros tomos de la colección Maestros del cine, uno de los cuales tiene como figura central al propio Lynch. La mayor parte de los textos del volumen están a cargo del crítico Thierry Jousse, pero al margen de la cantidad de fotografías que trae el libro, su interés es sobre todo arqueológico: por un lado, está el recorrido biográfico del autor de Twin Peaks, Terciopelo azul y El camino de los sueños, a esta altura conocido por casi todos; pero al mismo tiempo el volumen viene acompañado por fragmentos de entrevistas y, sobre todo, por la reproducción de ensayos y críticas aparecidas originalmente en los Cahiers.
La obra de Lynch ha fascinado a por lo menos dos generaciones de críticos, escritores y cinéfilos, e influido a otras tantas de cineastas. Pero quizá lo mejor que nadie escribió sobre él hasta ahora sea el artículo David Lynch conserva la cabeza, de David Foster Wallace (1962-2008), incluido en su libro Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (acaban de anunciar que en breve se publicará la novela inconclusa El rey pálido, en la que Wallace estaba trabajando antes de ahorcarse en su casa de California). Allí, Wallace, enviado por la revista Premiere, se mete en el set de filmación de Carretera perdida y hace una profunda disección de la personalidad y la obra del director, y sobre todo de la propia industria del cine.
El texto es una apología de la manera de ser y de filmar de Lynch, pero se sabe que las apologías de Wallace pueden ser, al mismo tiempo, brutales. Imposible de resumir por su extensión y calidad (se trata de un ensayo de setenta páginas), Wallace logra llegar al umbral del misterio Lynch y explicar por qué su cine nos fascina tanto: “La ausencia de linealidad y de lógica narrativa, la profunda polivalencia del simbolismo, la opacidad vidriosa de las caras de los personajes, la extraña pesadez de los diálogos, el despliegue habitual de personas grotescas como figurantes, la forma minuciosa y pictórica en que las escenas son compuestas e iluminadas y la forma lujuriante y posiblemente voyeurista en que se representan la violencia, la perversión y el horror”. Pero hay una pregunta que el propio Wallace se hace y no puede responderse: ¿es Lynch un genio, un idiota, o las dos cosas al mismo tiempo? Por las dudas, aclara: “Admiro a Lynch como artista y desde lejos, pero no me gustaría ir a visitarlo a su caravana, ni mucho menos ser su amigo”.