En 1969 Andrzej Wajda filmó Todo para vender, otra de las tantas obras maestras que supo realizar. La película es una elegía al actor Zbigniew Cybulski, muerto trágicamente a comienzos de 1967 a los 39 años. Se conoce a Cybulski como el James Dean polaco por las similitudes que los emparenta: bellos, rebeldes y muertos tempranamente, siempre idénticos a sí mismos, sin importar a quién estuvieran encarnando. Cybulski había protagonizado un par de largos de Wajda, Generación y Cenizas y diamantes, y un corto, Varsovia, suficiente para que quedara instalado en la memoria sentimental de los polacos (de los europeos, diría) como el prototipo del aventurero y del playboy. Cybulski llevaba a perpetuidad anteojos negros, por coquetería o para ser confundido con un miembro de Armia Krajowa, el ejército partisano que resistió a la ocupación alemana circulando por los canales del desagüe de Varsovia: muchos de ellos, luego de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad, al volver a la vida ciudadana sufrían de fotofobia. Murió camino al estudio cinematográfico donde estaba trabajando al tropezar y caer en las vías de un tren. Estaba borracho. Lo arrolló la formación en que viajaba su amiga Marlene Dietrich, a la que había ido a despedir.
Todo para vender es la película de Wajda sobre el cine. Un actor –Cybulski, a quien solo se ve en un retrato patas para arriba apoyado en una pared– no se presenta a filmar y el equipo de filmación decide salir a buscarlo por las calles, los bares y las casas de sus amantes. El título de la película alude a que todos tienen algo para ofrecer del hombre al que aman o detestan. Hay un momento cumbre en que el director, a punto de marcharse de la casa de una de las amantes del actor, le escucha decir “A mí me quiere más que a las otras”. Curioso, decide quedarse un rato más y pregunta por qué se atreve a decir eso. Y ella responde: “Porque durante la ocupación atravesó el frente alemán para traerme flores”. Recuerdo ese momento cada vez que alguien me cuenta algo que hizo por amor. Nunca nadie hizo tanto.
Luego hay un relato de Cortázar, Conducta en los velorios, que tiene un comienzo fácil de recordar aun por aquellos que solo lo leyeron una vez: “No vamos por el anís, ni porque hay que ir: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía”. El relato cuenta el accionar de una familia porteña que en primer lugar se cerciora de la índole del duelo, y si al difunto se lo llora auténticamente, se quedan en casa. Pero si una breve investigación da cuenta de que “se han armado los trípodes del camelo”, la familia se viste para la ocasión, espera a que el velorio esté a punto y se apodera de él a fuerza de llantos fingidos, desesperación y desmayos.
Empiezo a notar una extraña mezcla de ambos comportamientos, el del film de Wajda y el del relato de Cortázar, en el modo en que expresamos nuestro dolor ante la muerte de los seres queridos. Me refiero a los seres queridos ajenos, con quienes no tenemos un vínculo de sangre: gente a la que simplemente queremos y vamos a extrañar. En las redes, sobre todo, expresamos un dolor que sería exagerado aunque fuera real, porque el verdadero dolor no emite sonido y mucho menos palabras. El dolor es mudo.
Conseguimos desplazar a los verdaderos deudos, tanto tenemos para vender que ocupamos el centro del escenario de los lamentos, un escenario que debería ser ocupado por otros. Tal vez habría que intentar guardar silencio y acompañar a los que sufren desde lejos. Y no subirnos al tren de la muerte de alguien para hablar de nosotros mismos.