“El color me posee, el color y yo somos uno.”
Paul Klee (1879-1940)
Ahí están. Los jugadores de Independiente con el mismo inexplicable azul que a veces usa Huracán, el Estudiantes de Verón en elegante gris, Messi vestido con un naranja flúo de operario municipal; Zanetti, blanco como de comunión… ¿Qué es esto? ¿Quién les cambió los colores, muchachos? ¿Para qué equipo juegan? ¿Qué hago yo con mi bandera de toda la vida? ¿De dónde habrá salido ese horrible travestismo cromático, me pueden explicar?
Sí, ya sé. Las camisetas alternativas son un invento marketinero para sorprender, vender en el mercado masivo aún como prenda de vestir y cambiar pronto de diseño para imponer el próximo. Muy bien. Una idea ingeniosa, brillante. Pues sepan que la detesto. Es otra herencia de estos fucking tiempos posmodernos: uno no sabe ya para quién está hinchando, o peor aún: ni siquiera le importa.
Hace un millón de años, Racing ganaba la Supercopa con un modelo celeste con vivos blancos muy bonito que sólo pretendía neutralizar la histórica malaria que arrastraba la camiseta tradicional. Hasta ahí, suena aceptable. Es que todos somos chicos de diez años cuando la pelota rueda: ingenuos, inseguros, supersticiosos, llorones. Intolerables. Pero atención, al menos ese diseño respetaba la identidad. No era fucsia, amarillo como los carteles de Macri –que el Altísimo no lo permita: ¡ese tono es mufa, juran en el teatro!–, verde agua, marrón habano o colorado fuego. Y eran mis colores, no otros. Y ojo que con eso, hombres y mujeres de mi patria, no se juega.
El color es algo esencial en la vida. Recuerdo una entrañable conferencia de Borges en el Teatro Coliseo, en 1977, en donde habló largamente de su ceguera y los colores. De cómo los añoraba y cómo los fue perdiendo de a poco, sumergido en una bruma gris, sin negro. El color amarillo –el de Borges, no el de Macri–, que jamás lo abandonó y era su preferido desde niño, cuando se pasaba horas frente a la jaula del tigre en el zoológico; el verde que también podía ser azul, el azul que podía ser verde y la ausencia total del rojo, devenido en un melancólico marrón.
“Por un color / sólo por un color / no somos tan malos / ya la cancha / estalla en nada”, canta Luis Alberto Spinetta en su La bengala perdida (1988). Una canción que surgió del incidente donde murió el hincha Roberto Basile (“la bengala perdida se le posó / allí donde se dice gol”) y de una anécdota que gira sobre la poética pasión por los colores de tipos tan sensibles como Rambo en un cumpleaños vietnamita.
A mediados de la década de los ochenta, Spinetta estaba en Córdoba, donde iba a tocar. Sin mucho que hacer en el hotel, salió a caminar y pasó distraídamente frente a un umbral donde dormitaban unos hinchas cubiertos por una bandera de Rosario Central, que esa noche jugaba contra Talleres. Habían llegado en un camión y paraban en la calle. Uno de ellos lo reconoció, pegó el grito y todos corrieron a saludarlo. Abrazos, aplausitos, pedidos de alguna moneda, esas cosas. Después, uno preguntó:
—¡Grande, Flaco! ¿Cuándo vas a hacer un tema para nosotros los barras, papá?
—No sé, loco. Ustedes están peleándose todo el tiempo. ¿Qué querés que diga?
El hincha suspiró, sonrió y movió la cabeza hacia el costado, como un perro que escucha un violín. Parecía más dolido que ofendido. Esperó unos segundos antes de responder.
—No, Flaco, no, vos no nos entendés. Nosotros lo hacemos todo por amor. Por amor a los colores…
Amor a los colores. ¡Wow! Spinetta quedó shockeado por esa frase de involuntaria poética. Y así compuso aquel conmovedor tema que mucho ayuda a comprender el misterio del fútbol. Ese imán de pasiones insensatas y amores dementes, tan liberador del niño que todos llevamos adentro… y del enano fascista que también vive por ahí. Un deporte devenido en negocio que, pese a todo, se sostiene ontológicamente con el amor más puro e inocente. El amor por un color.
Ya lo escribí en este mismo espacio y volveré a repetirlo. No soporto cuando los jugadores se arrancan la camiseta y la revolean para festejar. Ay, ay, ay. Lo diré una vez más: me importan un rábano sus espantosos tatuajes y las emotivas dedicatorias a novias, hijos, madres, tías o mascotas con moquillo. Ese gol es mío, ¿capisce? Mío, o lo que es lo mismo, de esa amada camiseta, la de siempre, ¡que es la única razón por la cual los estoy mirando jugar, maldito sea!
La misma camiseta que dibujaba torpemente a los cuatro años, la que me puse a los seis con mis Sacachispas y los pantaloncitos y medias haciendo juego, cuando a nadie le importaba la marca. ¿Qué marca? Lo importante era el contenido. La esencia. La pertenencia, esa patria.
Ningún sponsor, ningún nombre en la espalda salvo el número, del 1 al 11, que para un futbolista de ley sigue siendo su declaración de principios, su lugar en el mundo. Yo “soy” Perfumo con la 2 y esos colores, aún hoy, aunque le pegue con los tobillos y no pare a nadie. Nada de mercadeo, carteles, fiestas de campaña y papelitos de colores. Pura ideología, pura convicción. Puro Ser. Nos basta con eso, compatriotas.
Y nos sobra.