Él sabía nuestro precio. Pero no decía nada. Y nosotros tampoco decíamos nada, pero sabíamos que él sabía. Él se hacía el desentendido y nosotros, por nuestra parte, también. ¿Quién más que él, después de todo, y quién mejor que él, nos había adiestrado en ese arte tan singular: el de hacer que todo resbale, el de hacer que nada importe, el de hacer como si nada?
Él nos vio vender el alma (es más: fue el que la puso en venta) y por eso conocía su precio (es más: fue el que lo fijó). Nuestro precio, compatriotas, el precio de nuestras almas. ¿Cuánto? Un peso. ¿Un peso? Un peso, sí. Pero no un peso cualquiera, sino ese que, por sugestión, valía lo mismo que un dólar. Ilusión de paridad de George Washington con Pellegrini, ilusión de primermundismo argentino afincada en la moneda de curso legal. ¿Todo por dos pesos? ¡Todo por uno!
Por un peso (por ese peso), dejamos correr como si tal cosa la ominosa impunidad de los criminales de Estado más terribles de nuestra historia; dejamos correr también el vaciamiento venal de lo público en sus distintas variantes; dejamos correr asimismo firmes presunciones de corrupción cuanto menos alarmantes; dejamos correr que los dos atentados más graves perpetrados en el país quedaran sin verdad ni justicia, todo indica que por encubrimiento; dejamos correr la inconcebible voladura de un arsenal, incluyendo pérdida de vidas, para destruir la evidencia posible de una inconcebible venta ilegal de armas; dejamos correr el crecimiento exponencial de la miseria y la desocupación, la pérdida insensible de derechos esenciales.
¿Pasó de largo? Pasó de largo, sí. Lo hicimos pasar de largo y nuestro precio fue de un peso. Me permito una generalización y apelo a un plural mayestático, cada cual dirimirá qué le toca o no le toca. Pero al rasgado frecuente de vestiduras por la república, por la justicia, por la corrupción, por la pobreza, le cabe cuanto menos la sombra de una duda, un margen de escepticismo, la sospecha de hipocresía. Porque la verdad es que por un peso, nada más que por un peso, nada de eso pareció importarles demasiado al menos a unos cuantos de nosotros (por tres veces, a una mayoría).
Ese tiempo quedó atrás. Mientras tanto, largamente, él se hizo el desentendido y nosotros, por nuestra parte, también. No sé si ese juego de distracción y ajenidad aparente se volverá a partir de ahora más fácil o más difícil.