Las encuestas indican que la mayoría de la opinión rechaza esa suerte de monarquía absoluta y hereditaria que Hugo Chávez propone, especialmente porque se la utilizaría para establecer aquí un sistema como el vigente en Cuba. Pero en el caso venezolano las encuestas no tienen importancia. Cuando se está bajo presión del miedo, no es lo mismo tener una opinión que hacerla efectiva. Entre empleados públicos, jubilados, contratistas, etcétera, el régimen tiene sometida casi la mitad de la población electoral. Súmensele los dos, o tres, o cuatro millones de electores fantasmas que aparecen en el Registro Electoral, y se tendrá una masa de maniobra suficiente para que entre la Vicepresidencia de la República y el Consejo Nacional Electoral un equipo de expertos acomode las cosas a conveniencia del Supremo, sin entrar en más detalles. El resultado electoral, el cierto y el falso, simplemente no importa. La mayoría formada por quienes voten No, más quienes se abstengan, más quienes siendo chavistas saben que su partido no se para en chiquitas a la hora de acomodar números, a gritos o en su fuero íntimo sentirán que hubo fraude. Con razón o sin ella, todo el mundo tiene esa sensación, percepción o como quiera llamársela.
En la medida en que este razonamiento tenga sentido, el resultado oficial no puede ser sino favorable al gobierno, independientemente de cómo se haya votado. También cabe pensar que la opinión opositora estallará de indignación y será presa de unas terribles ganas de tomar la calle. En este punto, el Alto Mando Militar (“Patria y socialismo o muerte”) escogerá entre darle plomo a la gente o hacer lo que hizo un militar al que, cuando Chávez le ordenó hacer eso, prefirió pedir el retiro. De modo que hoy alguna gente, no sé cuánta, tomará las calles. Está patente que eso es a lo único que Chávez le tiene miedo.