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Todos cenan

16-4-2023-Logo Perfil
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No estoy muy educado en el espíritu de la Navidad. Tampoco en el espíritu del solsticio. Supongo que la identificación con estos valores (que van desde el consumo desaforado al sincretismo extremo) es de libre elección y se forja en tradiciones familiares, que en mi caso se dieron de manera algo errática. No creo haber recibido regalos muy espectaculares de Papá Noel, debe ser eso.

No obstante, A Christmas Carol, la pequeña novela de Dickens, se me ha antojado siempre como un modelo narrativo perfecto e indeleble. Es un capital colectivo, para ayer y para siempre; cada época se abisma ante la historia de Ebenezer Scrooge y los fantasmas que lo visitan y que marcan el arduo camino a la redención, incluso para los peores villanos que la época victoriana osaba imaginar (los avaros e impíos capitalistas en un país sumido en la pobreza).

A esta época, la de las redes y el odio, le toca reescribir a Scrooge prolijamente en posteos de trolls y funcionarios atávicos, que atacan con hilarante cobardía la iniciativa de Juan Grabois, Nacho Levy y las organizaciones solidarias que armaron la mejor cena del año en muchos años.

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Las imágenes son elocuentes. Las familias comiendo juntas en Plaza Congreso, asistiendo a la fiesta de la dignidad y la solidaridad, cenando cosas ricas, abriendo regalos, escuchando canciones y bailando en los espacios abiertos enojan al discurso oficialista, para el cual la alegría es una cuestión privada e individual, un asunto íntimo alrededor de un pesebre de yeso donde nace el niñito Dios, que es un muñeco de matriz hueca. Alguno de estos canallas que detestan todo lo que implique juntar pueblo lo resumió en la frase que replica el gorilaje: denles palas y no garrapiñadas. Es la ligereza de los especuladores y fugadores, para quienes la pala se ha convertido en un objeto mágico y sincrético que sirve para sembrar garrapiñada y dejar de vivir de la justicia social de los estados.

Yo creo que el evento navideño compartido (a pesar de no ser el primero) sentó esta semana las bases de una ética enorme que marcará rumbos y reunirá deseos dispersos de solidaridad y justicia. Así como los poderosos, reyes y empresarios se sientan a hacer negocios en torno a manjares y brebajes, los desposeídos también ocupan una mesa gigantesca en la que –pese a todo orden de las cosas– reina una alegría reconfortante: la del reconocerse en comunidad. Porque la alegría no puede ser en soledad. Tampoco es factible que la mano invisible del mercado acaricie el lomo de esta alegría poderosa, ante cuya estética se rinde hasta el menos creyente.