No participo de la moda ideológica que, surfeando en la cresta de la ola que desintegra arrolladoramente al kirchnerismo, consiste en descubrir que en los 70 y los 80 todos los que abrazamos ideales revolucionarios –sea en clave populista (“todo el poder para Perón”), sea en clave violenta (“y mañana el pueblo entero en la guerra popular”)– éramos unos imbéciles o unos criminales. Considero que esa forma de ver las cosas es hipersimplista e incurre en anacronismos flagrantes. Si despojamos el abordaje histórico de perspectiva podemos llegar a responsabilizar a Martov por el gulag de Stalin. Tampoco puedo compartir el juicio lapidario y facilista que tilda de meros idiotas a los que no creían en Alfonsín y descalificaban el sistema representativo como “democracia formal” (creo que son muchos los que tienen alguna moral para distanciarse de tal superficialidad, precisamente porque, bajo el rigor aleccionador del terror de Estado, habían descubierto, ya antes de la guerra de Malvinas, las virtudes liberales y republicanas que es conveniente que atemperen siempre a la democracia, y sobrellevaron los años 80 defendiendo como pudieron el pluralismo democrático de los denigradores de la democracia “formal” y del “posibilismo alfonsinista”).
Lo malo del caso –a mi modesto juicio– es que esta forma extemporánea de ver las cosas que mete a todo aquel mundo trágico en la misma bolsa de criminales e imbéciles no ayuda a pensar nuestro presente y nuestro futuro. Se puede evocar –por ejemplo– al fantasma de Dardo Cabo y explicarle cómo el camino al infierno suele estar empedrado de buenas intenciones, pero lo que no se debe es estupidizar una vida. En efecto, a la vuelta de la esquina por la que nos desplazábamos vertiginosamente no nos estaba esperando el paraíso terrenal sino el apocalipsis; pero desfigurar tantos dramas personales y colectivos como delirios, desvaríos o nimiedades difícilmente nos ayude a comprender, y sin comprender no seremos capaces de poner lo mejor de nosotros en la vida en común, esa experiencia siempre cambiante y sin término que exige de nosotros una actitud empática que frecuentemente no tenemos. Es cierto que Shakespeare pone en boca de uno de sus personajes una metáfora terrible: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no tiene ningún sentido”. Pero esa metáfora es pertinente si se refiere a la vida genérica, a toda ella, de ningún modo a la intelección o a la comprensión de una experiencia histórica en particular. Y es la comprensión de nuestra experiencia histórica particular la que está en juego.
Claro, las letras chica y grande de esos años que hoy les parecen a muchos pasibles de ser equiparados a simples borracheras de malandras de taberna abundan sin duda en frivolidades (“qué lindo que va’ ser, el hospital de niños n’ el Sheraton Hotel”), crímenes descomunales (Vandor, Aramburu, Rucci, los chicos de cuyo asesinato con tanta entereza Oscar del Barco se consideró copartícipe, etc.) y monstruosidades (la creación peronista de la Triple A, la “contraofensiva” montonera del 79, etc.). No estoy proponiendo al lector –sea cual fuere la generación a la que pertenece– ninguna indulgencia basada en la “consideración del contexto” u otros argumentos dudosos por el estilo, que en el fondo desresponsabilizan a quienes fueron, fuimos, y siguen, seguimos siendo, genuinamente responsables. Estoy sugiriendo que no deberíamos suplantar mediante calificaciones facilonas el esfuerzo arduo de pensar, entender y comprender una época que ha dejado una marca indeleble en nuestra historia. Porque esa comprensión nos es indispensable.
*Investigador principal del Conicet y miembro del Club Político Argentino.