El último jueves de julio ardió la Cinemateca Brasileira. Uno de sus depósitos en Vila Leopoldina (San Pablo) quedó íntegramente destruido. El fuego se había iniciado en una de las salas de películas históricas cuando una empresa realizaba el mantenimiento de los equipos de aire acondicionado. Se perdieron alrededor de un millón de documentos, incluyendo guiones y copias de películas de los últimos cien años.
Apenas nueve días antes de la catástrofe, el Ministerio Público Federal de San Pablo había advertido del riesgo de incendio. En 2016 la Cinemateca ya había sufrido un incendio en otra sede (Vila Mariana) y en 2020 una inundación afectó la colección de Vila Leopoldina, hoy perdida para siempre.
En septiembre de 2018 otro fuego destruyó el Museo Nacional de Río de Janeiro. En San Pablo se perdieron, en los últimos años, el teatro Cultura Artística, el auditorio Simón Bolívar del Memorial de América Latina, el Liceo de Artes y Oficios y el Museo de la Lengua Portuguesa.
Pero nada se compara con este último hecho que los cineastas, historiadores y trabajadores del sector audiovisual califican de crimen, por incompetencia, omisión o deliberado abandono por parte del gobierno federal.
Ahora, las asociaciones de las que participamos elevan su voz de protesta, pero ya es demasiado tarde. Las chispas de vida que sobrevivían en cada uno de los documentos que guardaba la cinemateca, eso que nos permitía construir y reconstruir unas memorias comunes y situarnos no solamente en el espacio sino también el tiempo, han sido aniquiladas por la espada flamígera que prefiere la ignorancia y el olvido.
Dicen que la culpa es de Bolsonaro, pero para eso hay que ignorar los incendios de 2016 y 2018. La culpa es de toda la corrupta burocracia estatal y federal que no quiso ver ni oír las advertencias. Bolsonaro es el último responsable de esta tragedia, pero otros muchos deberán acompañarlo en en infierno.