COLUMNISTAS
Pepe Eliaschev, periodista

Tratar con Pepe

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Tratar con Pepe Eliaschev era como ser un planeta que es embestido por otro planeta con fuerza de voluntad y libre albedrío. Por un asteroide con la propiedad de considerar inaceptables posiciones que él juzgaba incompatibles con atributos que previamente nos había asignado. Un cuerpo celeste no programado para el mutismo.

Entonces, el aire entre él y uno se volvía verde hipnótico, nos envolvía una cerrazón de tormenta eléctrica con cortes de vientos verticales y luego, un abanico de efectos sonoros en la atmósfera terrestre preludiaba el aguacero.

Tampoco tenía en su panel de control el interruptor de la susceptibilidad, en modo “activado”. Usaba el bastón sin quejarse de que lo usaran ni de los que lo usaban. Contra él. Diferente si lo que estaba en juego eran dos o tres asuntos que debían quedar fuera de todo rasguño: la libertad, la veracidad, la conciencia: para ellas, las legiones de los justos y el escudo protector de la plegaria matutina.

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Habiendo sido dicho esto, ningún encuentro con Pepe podrá ser recordado como una excursión por un predio rústico. De hecho, yo no recuerdo ninguno del que se me haya pasado un detalle. Le palpitaban los rasgos, se le secaban las pupilas hasta el blanco salino, se aceleraba su voz como un porrazo silábico y aparecía la última y única pregunta que hubiéramos deseado escuchar. Allí estaba ella: ósea y abovedada, inapelable.

Los que alguna vez pensamos que responderla con la misma frecuencia cardíaca de tirador de élite con que había sido formulada podía llegar a ofenderlo, y que lo mejor era cambiar el ángulo, ignorábamos el sabor de la nuez moscada. Pepe era un beligerante centrado más en la pendencia que en la diferencia de peso, altura o estilo. De lo que se trataba era de un tema, de un intríngulis, de un lapso, no de las medidas del cuadrilátero.
Más tarde, con nuestro juego de piernas o con nuestro jab de izquierda, él haría su olla de grillos. Los condenaría o absolvería, volvería a condenarlos y se olvidaría de absolverlos otra vez, arbitraria, apasionadamente. Bastón contra bastón, silueta contra silueta, importaba más el alma de los rivales y la alarma de la disputa que el arma que se utilizara.

Yo tengo inclinación por Pepe, siempre se la tuve. Me parecía el hijo con la nariz partida por un mamporro de una familia de alcurnia o el vástago ilustrado de un matrimonio asalariado. Alguien en cuyo interior convivían la Biblioteca de Lima de 1822 y el quiosco de diarios y revistas de Cafayate y Juan Bautista Alberdi, Mataderos, las imágenes sobre aleación de mercurio y plata de los daguerrotipos con las rejillas de píxeles de las cámaras digitales. Un ser de mica que se hubiera deslizado por entre los intersticios de varios mundos en pugna. Polizón en una suite de dos alturas en el Queen Mary o arrellanado en el Concorde, volando sobre Bristol en su último viaje.

Precisamente mientras estaba carreteando para emprender el suyo personal, me enteré de la intervención quirúrgica por su prosa de prensa y le escribí. ¡Somos tan desatentos con la vida cuando no pensamos en ella porque creemos que sobra!

En el correo le decía que si un país se pone de manifiesto por las celebridades que elige, la talla de un hombre lo hace por el modo como se tutea a la muerte. Como en otras cosas, su modo de tratarla revelaba dulzura, elegancia y amor por lo que lo rodeaba. Me contestó desde el precipicio de una manera tan bella que recordarlo me conmueve. En medio de la blancura de pañuelo de aquel intercambio es que elijo abrazarlo.

*Ex ministro de Relaciones Exteriores de la Nación.