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Tres por trescientos

Es de buen tono decir que uno estuvo revolviendo estantes polvorientos y encontró no sé qué joya, pero a mí me dan rechazo.

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Giacomo Leopardi. | cedoc

Se termina la Feria del Libro y este año fui dos veces. No es mi paseo preferido y la agorafobia me acosa allí más que en estadios o manifestaciones. La Feria es perversa. Se supone que allí se promueve la lectura, pero cobran setenta pesos la entrada para mirar libros y la botellita de agua mineral cuesta cincuenta pesos contra veinte en el chino de la vuelta, sólo que quienes pagan la entrada no tienen derecho a salir para comprar agua y volver. Está llena de estudiantes secundarios cuya escuela los lleva de visita no se sabe con qué propósito. El otro día les tocaba a los bibliotecarios de la Conabip, a quienes el Estado les da dinero para que compren libros a mitad de precio. Por allí se pasean con sus cajas y sus carritos característicos; la mayoría hace cola para adquirir las novedades más infames. Enorme, incómoda, ruidosa, cara, la Feria es una experiencia ingrata y agotadora. Pero suelo ir: vivo lejos, nunca veo a nadie y en la Feria encuentro conocidos. Por ejemplo, me crucé con Claudio Gabis. Apenas después de ser mi compañero de colegio, se convirtió en el guitarrista de Manal y hoy es una leyenda. Fue una pequeña alegría. También me encontré con Mr. Bugman, tuitero amigo, que me presentó al Dr. Espert y me saqué una foto con la camarilla liberal.

Me cuesta confesarlo, pero no me gustan los libros viejos ni las librerías de ídem. Sé que es de buen tono decir que uno estuvo revolviendo estantes polvorientos y encontró no sé qué joya por centavos, pero a mí me dan rechazo. Prefiero los libros flamantes, crocantes y crujientes como las medialunas recién salidas del horno. Así que es raro que revise una mesa de saldos. Hice una excepción el otro día y me puse a mirar las de la editorial Siruela, que me trae algunos buenos recuerdos. Vendían uno por 120, tres por 300. Se los llevaban y reponían como pizza en el mostrador. Elegí tres. Uno, Diario de 360°, de Luis Goytisolo, que nunca pude leer pero me dicen que es imperdible. Iba a llevar otro libro de Goytisolo pero a último momento lo reemplacé por Las pasiones de Leopardi. Inmediatamente me sentí más culto. El tercer libro lo terminé leyendo, porque éste es mi año polaco.

Proust contra la decadencia, de Józef Czapski, es una conferencia que el autor pronunció en un campo soviético de prisioneros. Czapski era un oficial polaco y se salvó de la masacre que los comunistas hicieron con sus camaradas de armas. El último libro de Luis Sagasti se llama Una ofrenda musical; es una caja de bombones literarios (dicho en el mejor sentido) y uno de ellos habla de actos culturales que tuvieron lugar en ciudades sitiadas, prisiones y otras circunstancias extremas. El de Czapski, escritor y artista plástico, es curioso: como habla de Proust desde el recuerdo, sin una biblioteca de apoyo, está lleno de imprecisiones fácticas (que las notas al pie corrigen). Pero habla con entusiasmo y finura, transmite el placer que le proporcionó leer a Proust mucho mejor que el aparato erudito que hoy es lo único que se admite para escribir al respecto. Es como si hiciera falta estar en el purgatorio para poder hablar de literatura. Ilustrado con los manuscritos de Czapski, el libro es delicioso. Si tienen la desgracia de pasar por la Feria, fíjense si todavía queda alguno.

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