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Tres tristes tuits

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Cuando subí a las redes, el vértigo inicial fue el de una montaña rusa que diera cinco vueltas sobre sí misma. A los pocos días ya tenía cientos de nuevos amigos y recuperé a dos de la primaria, uno de primero y otro de tercer grado, que nunca más había vuelto a ver y no recordaba siquiera cómo se llamaban. Comentaba cada foto, compartía textos, reclamos, aforismos, oraciones, frases célebres. Me asombraba leer cómo, en ese mundo virtual, sabían la verdad de lo que pasaba en el real y quiénes eran los responsables. Nadie dudaba ni se hacía cargo de su parte, por acción o por omisión. Me sentía integrado a una comunidad donde todos eran buena gente

Vivía deslumbrado por el fulgor de la pantalla. Era como tener un sol propio del que no había que protegerse por rayos malignos. Al contrario. Me calentaba las manos y seguía ahí, conmigo, en la mitad de la noche, acompañando un inédito insomnio. Cuando se me caía de las manos, el solcito se acurrucaba junto a mí y se apagaba lentamente después de verme cerrar los ojos irritados.

Dormía inquieto. Me sobresaltaba la pesadilla de que esperaban una respuesta mía y yo no llegaba a contestar. Antes del amanecer, encendía nuevamente la luz de mis ojos para saber qué me había perdido. “Buen día!”, nos decíamos, mientras intercambiábamos selfies cepillándonos los dientes, fotos de las tazas de café humeante, de la cama revuelta, de la ropa que nos íbamos a poner. Ese era el nuevo mundo esperado. Fraterno, solidario, seguro. Al mediodía nos mostrábamos el almuerzo y a la noche el plato de la cena. Y hasta la etiqueta del vino.

Nos conectábamos por lo mejor de nosotros mismos. No había ricos ni pobres. Todo era de todos. Las playas del Caribe de los pocos que se tomaban vacaciones recibían la admiración de muchos –“¡Increíble el color el mar!”, “¡y todo incluido!”. Nos sentíamos turistas en Egipto: “!Qué bien te queda el camello¡”, “¡qué belleza las pirámides!”. Compartíamos, chistes, videos, canciones, pero también la indignación. Si un niño moría ahogado en una playa, hacíamos circular la foto y clamábamos: “¡Qué horror!”. Organizamos marchas cuando fue necesario y dejamos constancia de nuestro enojo. Me emocionó saber que todos los que llenamos las plazas éramos personas tan sensibles. Hablamos de eso. Debíamos protegernos un poco, no replicar noticias o fotos que nos hicieran mal. Pero alguien escribió una frase que todavía me conmueve: “No podemos dejar de sentir, somos así”.

Tal vez, pensé entonces, la tecnología está pariendo una nueva generación de seres humanos que puede descargarse velozmente de las injusticias cuando se satura la memoria. De ese modo, la conciencia recupera la indispensable levedad que necesita para sobrevivir sin que nada te cause verdadero dolor, o furia, o bronca. Es probable que así nada, nunca, cambie de verdad, pero ¿a quién le importa si pronto habrá smartphones para casi todos?

Contento con mi reflexión, me vi contenido por miles de amigos, boludo y alegre. Si me decían que el Gobierno miente, me remitía a los muros de fanáticos que se ocupaban de negarlo. Si me enteraba de que la corrupción mata de hambre o por viajar en tren, o porque se inunda tu barrio, leía a los que explicaban las causas “históricas” y “culturales”. Cuando los que roban son de la oposición, me conformaba con la explicación de que “los otros son peores”. Es más importante la amistad, me decía, la buena onda.

Venía bien así, pero ayer, distraído con los mensajes, me quedé sin batería. Abrí la ventana para pedir socorro. Quise gritar y no me salió la voz. Vi pasar a decenas de amigos, atentos a las pantallas donde yo no estaba. Me faltaba el aire, creí que me moría. En cuanto recuperé una línea de carga, escribí tres tuits urgentes: “¿Hay...? , “¿Alguien...?” “¿Ahí?”. Me di cuenta de que esperaba un abrazo, no respuesta. Hoy, por suerte, estoy nuevamente en línea. Todavía me siento algo triste, y solo. Ya pasará.

*Periodista.