Los griegos, que todo lo supieron, decían que cualquier buen discurso empieza con un exordio. ¿Y qué es el exordio? Simplemente el comienzo, que busca atraer no solo la atención sino también la benevolencia del público.
No sorprendió. De impecable traje negro y corbata roja sobre camisa blanca, con las cejas (la actitud) quizá más relajadas que de costumbre –un gesto menos fiero, un ritmo corporal que llegó a entonar “América, América” con el coro–, buscó concitar la buena voluntad de todos (¿todos?) los ciudadanos de su país.
Para empezar, agradeció a los expresidentes presentes (Bush padre está enfermo). Y elogió a los Obama (“Son magníficos”). A continuación, se ocupó de adular al pueblo norteamericano. Que el gobierno se traslada de Washington a la gente. Que los olvidados no volverán a ser olvidados. Que Estados Unidos va a ganar como nunca ha ganado.
En un esquema que podría resumirse como “Dios, patria y propiedad”, Trump no dejó de repetir su axioma de campaña: “Hagamos América grande otra vez”. Porque su perorata –esta vez sin mención de la muralla que los separaría de México–, retomó los caballitos de batalla a los que nos ha habituado: el trabajo norteamericano para los norteamericanos, la protección norteamericana para los norteamericanos, la seguridad norteamericana para los norteamericanos.
Cual un discurso que se atasca en el principio, esta inauguración se quedó en el exordio y pretendió (¿lo habrá logrado?) convocar las voluntades de los más de 300 millones de estadounidenses. “Nunca los voy a defraudar”, dijo.
Por supuesto, siempre hay otros modos de ver las cosas. Quizá los griegos lo habrían entendido así, pero en mi barrio no lo llaman exordio. En mi barrio, a esto lo llaman “arenga de tribuna”. Y a Trump le dicen “tribunero”.
* Doctora en lingüística y directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.