COLUMNISTAS

Trincheras o puentes

Al Gobierno le quedan dos caminos después de haber caído en su propia trampa: seguir apostando a la hecatombe o aprovechar el alivio social que trajo la derogación de la 125. Cavar más trincheras o construir más puentes. Enfrentar desde la soberbia blindada a un sector importante de la sociedad o sumarlo para construir una relación nueva con calidad institucional.

|

Al Gobierno le quedan dos caminos después de haber caído en su propia trampa: seguir apostando a la hecatombe o aprovechar el alivio social que trajo la derogación de la 125. Cavar más trincheras o construir más puentes. Enfrentar desde la soberbia blindada a un sector importante de la sociedad o sumarlo para construir una relación nueva con calidad institucional, tal como prometió en la campaña. Una vez más, la Presidenta tiene la posibilidad de elegir.

Si quiere la hecatombe de vivir en medio de angustias y turbulencias, les puede seguir dando aire a los personajes más irritativos para la sociedad. Puede hacer ministro a Carlos Kunkel y pedirle que siga marcando traidores. O a Guillermo Moreno, para que traslade a otras áreas de gobierno su exitosa experiencia mentirosa del INDEC y su poder de convocatoria de guardaespaldas de acero. También puede darle más responsabilidades y protagonismo a Luis D’Elía, que le pidió la renuncia al vicepresidente y lo vinculó con otro golpe de estado (¿o al mismo?) que denunció antes, con Duhalde como autor intelectual.

Si la Presidenta quiere profundizar el alivio social tendría que dar varios pasos más en el mismo sentido de ayer. Tuvo un gran acierto al cumplir su promesa y derogar rápidamente esa maldita resolución que detonó la rebelión de los pueblos del interior. Debe entender que –por suerte– hay muy pocos malnacidos y nostálgicos de los genocidas que quieren que su gobierno fracase. La inmensa mayoría de los argentinos le pide que no baje ni una de sus más íntimas convicciones. Que combata la pobreza y la desigualdad con más eficicacia que nunca, que les cobre más impuestos a los que más ganan en todas las actividades, incluso la de sus empresarios amigos, que distribuya mucho mejor la riqueza, que instale un nuevo clima de debate respetuoso y que renuncie a los superpoderes que le han delegado. Eso le permitirá descomprimir más aún el clima de tensión y recuperar la iniciativa perdida sin ceder uno solo de sus sueños de militancia.

Esa racionalidad, que debe incluir un nuevo gabinete que la represente con mas Ocañas y Barañaos que con De Vidos y Jaimes, no es claudicante como pregonaba Néstor Kirchner en las tribunas. Es el auténtico progresismo nacional, racional y popular que fortalece los lazos de convivencia y cohesión social, multiplica la ciudadanía y convierte en epopeya la producción de alimentos para terminar con el hambre en Argentina y para vender el máximo posible a otros países. Lo hacen líderes patrióticos como Lula, Tabaré o Bachellet, con más raíces y pergaminos de izquierda que los Kirchner. Hasta Chávez hace algo similar con el petróleo: abastecimiento interno barato y venta al exterior de todo lo que se pueda. Cristina todavía está a tiempo de hacerlo. Tiene casi todo su período de gobierno por delante. Si se anima, será acompañada por una gran parte de los argentinos y hasta podrá recuperar a un segmento de esa clase media esquiva.

Lo urgente es frenar la violencia creciente de los talibanes de un setentismo extemporáneo y caricaturesco.

Judas, sugirió Pichetto en el Senado. Judas, acusó D’Elía. Judas se llamó el operativo que asesinó de cinco balazos a Augusto Timoteo Vandor en 1969. Y en alguna pared de los alrededores del Congreso quedó grabada en aerosol rojo una amenaza criminal: “Cobos, saludos a Vandor”, reflejo de las consignas con que la JP (¿Jurásicos Peronistas?) anunciaba que al vice le iba a pasar lo mismo que al viejo lobo de la Unión Obrera Metalúrgica. Los Kirchner no pueden mirar para otro lado frente a semejante regresión. Incluso tienen la responsabilidad histórica de demostrar que hoy poseen la capacidad suficiente como para evitar el fracaso político de una generación que ya fracasó en su juventud maravillosa por ese nefasto militarismo que consideraba a la democracia como una mera formalidad liberal, partidocrática y burguesa.

Lo importante es resolver qué hacer con Néstor.

La comparación que popularizó en su momento Felipe González entre los ex presidentes y los jarrones chinos, que nadie sabe dónde ponerlos, con Kirchner se queda muy corta.

Hubo una letra y un acento de diferencia: Néstor Kirchner se estrelló en el mismo momento en que nacía la estrella de Julio Cobos. El presidente de facto recibió una paliza política casi sin antecedentes para un peronismo en el poder y el vicepresidente constitucional se convirtió en un líder moral capaz de reciclar las viejas banderas del radicalismo. El milagro se produjo durante aquella madrugada histórica, pero ya se venía cocinando a fuego lento.

En su último discurso, Néstor Kirchner llevó sus desmesuras hasta el paroxismo. Además de tratar –una vez más– de asustar a caperucitas con la amenaza del lobo golpista, en el que nadie cree, comparó a unos cobardes patoteros escrachadores de funcionarios kirchneristas con los grupos de tarea que fueron los ejecutores del terrorismo de estado, las desapariciones y la tortura. Eso sólo alcanzaba para mostrar un nivel de irracionalidad que espanta a los ciudadanos de a pie. Pero sus gritos inconexos y su imagen desencajada convirtieron la escena en la remake del cajón que quemó Herminio Iglesias frente al Obelisco.

En su último discurso, Julio Cobos llevó su sentido común hasta la emoción. Apareció tan temeroso como corajudo y puso una cuota de humanidad entre tanto aparato verticalista, operaciones de todo tipo y transas extrañas. Fue respetuoso con su gobierno al que le ofreció hasta último momento un cuarto intermedio para encontrar una solución de consenso al conflicto del campo. Y solamente puso sus convicciones republicanas en el voto cuando las instrucciones de los Kirchner lo desafiaron a que cortara rápido y de un tajo. La televisión hizo el resto y catapultó a las ligas mayores a quien –hasta ese momento– era casi un desconocido para el gran público. Incluso instaló un debate en el radicalismo oficial y en sus sucursales acerca de la conveniencia de reincorporarlo a sus filas ahora que se convirtió en un potencial candidato taquillero.

Néstor Kirchner nunca fue y tal vez nunca sea el conductor natural del justicialismo. No tiene carisma, ni despierta pasión en las multitudes. El peronismo silvestre siempre lo miró con desconfianza pese a que fue astuto para disciplinar con la chequera a los caciques bonaerenses y a los burócratas sindicales. Pero jamás logró que lo quieran. Algunos le temen y otros lo soportan, pero cada vez menos. Su personalidad mezquina, maltratadora y desconfiada lo conduce al aislamiento. Siempre las mesas más chicas posibles para tomar las decisiones. Siempre los menos cuestionadores. Por eso ha sido una máquina de expulsar de su lado a cuadros y dirigentes de todo tipo. Encima sus tácticas fueron erráticas y espasmódicas. Primero fue a buscar a los transversales como Binner, Juez o Ibarra. No pudo subordinarlos y se fue a buscar a los radicales que gobernaban. Caminó un tiempo con ellos en la concertación plural pero la cosa tampoco funcionó por el mismo motivo. Exige un alineamiento casi castrense que muy pocos están dispuestos a tolerar. De golpe dejó de hablar peyorativamente del “pejotismo” y volvió a rezar en el altar de Perón y Evita. Y aquí también fracasó en un tiempo récord. Rompió el partido, los bloques parlamentarios, el espacio de los intendentes y también de los ex y actuales gobernadores. Ese peronismo glaciar de los Kirchner tuvo más desprendimientos que el Perito Moreno. Hace seis meses tenía todo para ganar y ahora tiene todo para perder. En su momento no se pudo formar ni una lista más o menos digna para pelearle la interna. Hoy nadie está en condiciones de descartar que si hubiera elecciones en el PJ, Kirchner, perdería la conducción a manos de todos los “traidores” que fue tirando por la ventana. Es de una impericia incomprensible. Los gobernadores por lo bajo lo chicanean y dice que lo único que le falta es que el Frente para la Victoria se le convierta en un Frente para la Derrota. Si la construcción política es sumar aliados, Kirchner se dedicó a sumar enemigos. Mira la realidad a travez del ojo de la cerradura de un ideologismo sobreactuado con culpa por lo que no hizo cuando había que hacerlo. Por eso, como bien definió Julio Bárbaro, “convirtió de manera forzada a un partido del pueblo –o de masas– como es el peronismo, en un partido de cuadros”.

Gran parte de los votantes de Cristina, de los intendentes que fueron en la boleta con ella y de los que simpatizan con el peronismo respaldaron los reclamos del campo al que ven como una locomotora productiva y virtuosa y no como una expresión de la oligarquía. Por eso, el gran desafío de Cristina es pararse como estadista y convertir el Bicentenario en un acuerdo de estado multipartidario y multisectorial que le reconozca a la Mesa de Enlace que no son Jinetes del Apocalipsis y que manejó con bastante prudencia, atento al gran poder que Kirchner puso de golpe en sus manos.

Cristina debe empezar a gobernar y recuperar las oportunidades y las fortunas que despilfarramos como país. Hay algunas palabras que deben desterrarse del diccionario de uso cotidiano. Traidor es una. Golpista es otra. Y la más importante: renuncia. No tiene que renunciar nadie. Que nadie psicopatee la democracia. Ni Cristina ni Cobos. Todo lo contrario, tienen que terminar de hacerse cargo de una vez por todas de las demandas más urgentes de una economía que ocultó sus problemas más graves entre las escaramuzas con el campo. Hay que tomar a la inflación por las astas. Hay que reconocerla en su verdadera dimensión para poder encontrar los remedios más adecuados. Una vez que la crisis política se supere, si es que se supera, nos va a invadir la realidad cotidiana. En este plano, la Presidenta también tiene dos caminos: negar lo evidente y refugiarse en sus propias mentiras o tener la valentía de afrontar los inconvenientes más allá de los costos que tenga que pagar. Si algo probaron estos cuatro meses infernales es que hasta la chispita más insignificante se convierte en incendio voraz si no se la apaga a tiempo. O como dice el gaucho –con perdón de la palabra–: la arena es un puñadito pero hay montañas de arena.