COLUMNISTAS
UN TIEMPO NUEVO

Triunvirato de abogados

Las medidas para controlar los precios no tienen sentido. Es inútil apretar a los empresarios para que trabajen a pérdida. Los economistas más destacados no son policías ni patoteros que se movilizan para amenazar a comerciantes. Es peligroso confiar en que, ante el fracaso del Gobierno, la gente votará por quien ordene la economía, suba tarifas, flexibilice el mercado laboral, declare inmutable al peso y nos conduzca mágicamente al desarrollo, aunque prohíba el lunfardo e imponga el sueco como idioma.

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| Pablo Temes

No suelo opinar sobre economía, porque no es algo que estudié y ni siquiera tuve mayor relación con el manejo de mi economía privada a lo largo de mi vida. Si me hubiesen nombrado en el directorio de una empresa o de un banco, los habría quebrado. Solo he analizado temas económicos cuando se relacionaron con lo que me interesa: el análisis de la política y la comunicación.

Si alguien me pregunta sobre la conveniencia de comprar dólares o mantenerse en pesos o comprar libras turcas, comete un error. No soy economista. Es mejor que vaya a la calle Florida y se lo pregunte a un arbolito. Si piensa ser candidato a alguna dignidad, puedo ser útil: nueve de cada diez candidatos que usan nuestros análisis ganan las elecciones. Soy analista político.

Actualmente gobierna nuestro país un triunvirato de abogados que maneja la economía. El resultado está a la vista: padecemos la inflación más alta del mundo, el dólar tocó los 500 pesos, nadie sabe cómo estará la economía en pocas semanas y peor después de las PASO de agosto.

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No hay duda de que, si queremos que Argentina salga adelante, es necesario que ordene su economía, pero los seres humanos no somos computadoras a las que se puede programar sin que protesten. Para que la gente sea feliz, no basta que cuadren las cifras de las hojas de Excel de los funcionarios. Si alguien elimina varias columnas de un cuadro, ninguna computadora se indignará, organizará una protesta y sacará al programador de la oficina.

La política siempre se movió por sentimientos de seres humanos apasionados y sensibles, ahora potenciados por la red, que demolieron el viejo paradigma de la gobernabilidad.

Gobernar en la Argentina anómica

Cuando Macron intenta subir dos años la edad de la jubilación en Francia, se incendia el país. Los argumentos racionales del cálculo actuarial valen poco. Se produce una ola de indignación incontrolable, se paralizan las calles, la policía se une a la protesta, grupos de uniformados asaltan bancos. ¿Qué relación tienen esos asaltos con los jubilados? Ninguna. Pero esta es la dinámica de las movilizaciones autoconvocadas de la sociedad actual, violentos motines movilizados al mismo tiempo por todo y por nada.

La protesta de los estudiantes chilenos por el precio del boleto de subterráneo en Santiago terminó convertida en demanda para cambiar la constitución del país. Boric, que ganó las elecciones expresando la protesta anárquica de los jóvenes, se dedicó a escribir constituciones. Ya le rechazaron su primera versión y trabaja para conseguir el repudio de su segundo texto, encerrado en sí mismo, sin comunicarse con la gente común.

Hay un choque entre dos actores que deciden el futuro de la política. Por un lado, están los ciudadanos comunes, con una visión del mundo construida desde su cotidianidad; y por el otro, elites que hablan para ellas mismas, una minoría densa que generalmente es antipática. Existen también problemas objetivos, que a veces obligan a tomar medidas impopulares, difíciles de imponer en una sociedad en la que el sacrificio está en desuso. En estas semanas estudié a fondo el texto de Antoni Gutiérrez-Rubí, Gestionar las emociones políticas, que habla sobre el tema, compartiendo tesis aceptadas unánimemente en la academia seria del mundo, pero ignoradas por el 90% de políticos parroquianos.

Los humanos somos seres sensibles. Los electores no votan por el más preparado, sino por el candidato que les gusta. Apoyan al que comparte sus sentimientos, no al que escribe programas que ponen en riesgo los pequeños gustos de su vida. Cuando un sabio de clase alta les dice que tiene un plan, provoca pánico. No están para sacrificarse por los cálculos de un rico, prefieren divertirse con las expresiones sentimentales de alguien más humano, aunque se equivoque.

Cuando la mayoría dice que su principal problema es la economía, se refiere a la angustia que le produce que el almacenero mueva los precios, a que no pueden comprar un helado a su hijo cuando van al parque ni organizar el asado del fin de semana. El país para ellos es su metro cuadrado, aquí y ahora, no el futuro de la humanidad, que es solo una línea imaginaria que se desvanece cuando alguien se les acerca.

Los militantes serios no dan importancia a temas tan superficiales. Qué trascendencia puede tener la golosina de tu hijo si con esos pesos se puede comprar pintura para pintar un cartel que haga temblar al imperialismo o al castro comunismo. Hay políticos despistados de dos tipos. Los unos creen que la gente quiere que baje la inflación, que el Estado llegue al déficit cero, que el gobierno consiga respaldo del Fondo Monetario Internacional. Los otros creen que la gente no quiere que se pague la deuda externa, que los jóvenes de las ciudades quieren convertirse en campesinos, piden al ministro de Economía que viaje a Cuba para conseguir préstamos en dólares que no sean imperialistas, sino revolucionarios. Ambos se equivocan; el problema de la gente es darse un gustito.

Hijos del viento

Nací en Ecuador, un país que mantuvo la misma moneda durante décadas, sin mayores cambios hasta la inflación que condujo a la dolarización en enero de 2000. Cuando vine a estudiar en Argentina en 1973, se usaba todavía el peso moneda nacional, reemplazado después por el peso ley, el peso argentino, el austral, el peso actual. En cada cambio de denominación se suprimieron de los billetes tres ceros, en total doce. Es algo difícil de concebir para los ciudadanos de la mayoría de los países, que nunca cambiaron de moneda.

La crisis financiera desatada en el Ecuador a fines del siglo XX terminó cuando el gobierno aceptó la demanda de la oposición de dolarizar el país, diez días antes de sufrir un golpe militar. La dolarización no fue una demanda popular, sino una decisión de políticos, pero produjo efectos beneficiosos para amplios sectores, especialmente pobres. Algunos habrían querido derogarla, pero ninguno habría ganado las elecciones ofreciendo hacerlo. Tiene el respaldo entusiasta de más del 90% de los ecuatorianos.

El desafío de gobernar es complejo. En Argentina el triunvirato nos condujo al colapso. Enrique Szewach dijo hace poco que las medidas de Massa para controlar los precios no tienen sentido. Es inútil apretar a los empresarios para que trabajen a pérdida. Sería mejor estimular la producción. Los economistas más destacados no son policías ni patoteros de grupos políticos y sindicales, que se movilizan para amenazar a los comerciantes.

Es peligroso confiar en que, ante el fracaso del Gobierno, la gente votará por quien ordene la economía, dándole una mayoría parlamentaria para que dicte un paquete de leyes que suba las tarifas, flexibilice el mercado laboral, declare inmutable al peso y nos conduzca mágicamente al desarrollo, aunque prohíba el lunfardo e imponga el sueco como idioma.

No se puede destruir el entusiasmo por el gasto que existe. Las estadísticas dicen que hay un incremento general del consumo, especialmente de bienes que tienen que ver con la diversión, el placer. No existe vocación por el ahorro, sino entusiasmo lúdico.

El kirchnerismo está obsoleto. La gente no cree en relatos revolucionarios de damas que hacen propaganda a las carteras Louis Vuitton. Su liturgia está anticuada: no funcionan más las viejas movilizaciones, organizadas por partidos, sindicatos y otras organizaciones del cartel de negocios de la pobreza.

Los dirigentes del pasado decían que luchaban por principios, invocaban ideologías, tesis, programas. Aunque no se sabía si querían combatir al capital de los empresarios o al de Marx; combatirlo era parte de la épica musical.

Las movilizaciones se planificaban, los líderes las manejaban, las convocaban, las podían disolver. La masa hacía lo que ordenaban los jefes, con quienes negociaban los gobiernos y los políticos.

La agonía de la democracia

Con la red todo cambió. La gente se comunica directamente, crea sus propias utopías que no respetan los negocios de sus patronos.

Cuando algunos cazadores de esclavos de la provincia tratan de sindicalizar por la fuerza a quienes trabajan en mensajería, los trabajadores se resisten y ganan. Quieren vivir en paz, sin jefes que les quiten parte de sus ingresos y los obliguen a ir a manifestaciones.

La situación es muy peligrosa. La gente está angustiada. No obedecerá a líderes mesiánicos de cualquier signo. El mundo está plagado de insurrecciones espontáneas, que no se producen por las provocaciones de políticos o países extranjeros. Tampoco por la acción de “infiltrados” como les encanta decir a los políticos arcaicos.

Son conflictos que se inician por temas vinculados a la vida cotidiana, se incrementan con gente que se moviliza por la red que acude añadiendo sus demandas. Se pasa de conflictos focalizados a movilizaciones amplias que desestabilizan gobiernos.

Sus protagonistas son generalmente personas de clase media que se sienten lejos de las elites políticas e intelectuales. No son movilizaciones proletarias ni provocadas por marginales.

Cuando estallan, pliegan grupos que cuestionan a la sociedad desde cualquier ángulo. También grupos violentos, que no son “infiltrados”, sino lo que se llama en el ámbito académico “black rocks”, que saquean y destruyen bienes públicos y privados.

Generalmente son grupos compuestos por marginales que complotan y sacan ventaja del caos. A veces se dicen anarquistas. Realizan atentados grupales en las manifestaciones, roban comercios, normalmente buscan los que venden productos más finos. Tienen buen gusto.

A veces actúan de manera individual, como en diciembre de 2018, cuando algunos anarquistas, que vivían de subsidios del Estado, pusieron una bomba en la tumba del coronel Ramón Lorenzo Falcón, en el cementerio de La Recoleta. Una de ellas, Anahí Esperanza Salcedo, resultó herida porque quiso tomarse una selfie en el momento de la explosión de la bomba.

Se produjo el mismo fenómeno cuando unos vendedores ambulantes de copitos atentaron en contra de la vida de Cristina Fernández, en un evento tan burdo, que ni la propia vicepresidenta se percató de lo que ocurría.

* Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.