Cuando Donald Trump ganó la elección presidencial de Estados Unidos en noviembre, tenía muchos seguidores chinos. Pero la popularidad de Trump desde entonces se desplomó, debido a sus declaraciones –muchas veces vía Twitter– sobre cuestiones controversiales, como Taiwán y el mar de la China Meridional. Esta no es la primera vez que la visión que tiene China de un líder estadounidense se deteriora rápidamente.
El abrupto cambio en el sentimiento chino hacia Trump es reminiscente de lo que le sucedió al presidente estadounidense Woodrow Wilson después de su reelección hace un siglo. En aquel momento, muchos intelectuales chinos, entre ellos el joven Mao Zedong, admiraban a Wilson, politólogo y ex decano de la Universidad de Princeton. Luego, en 1919, Wilson respaldó el Tratado de Versailles, que transfería el control de los ex territorios alemanes en la provincia de Shandong a Japón, en lugar de devolvérselos a China. Wilson rápidamente perdió todo encanto en China.
El cambio fue similar –pero las razones son muy diferentes–. Hace un siglo, China se vio motivada a respaldar a Wilson, y luego a aborrecerlo, por sus propias debilidades. Hoy, la fuerza de China es lo que guía la visión que tiene del presidente estadounidense.
En 1916, el año en que Wilson fue elegido para ejercer su segundo mandato, China atravesaba una situación muy difícil. Si bien la república establecida en 1912 era ostensiblemente una entidad única, en verdad estaba sumamente fragmentada. Líderes militares controlaban las diferentes
regiones, mientras que las potencias extranjeras, mediante sobornos e intimidaciones, se apoderaban de grandes extensiones de territorio en China. Para los chinos intelectuales, Wilson representaba un contraste ilustrado para hacer frente a la matonería de los caudillos militares.
Pero el atractivo de Wilson en China creció más allá de su imagen. En 1918, la popularidad de Wilson se disparó –y no sólo en China– luego de un discurso ante el Congreso en el que hizo un llamado a la “autodeterminación” nacional. Los intelectuales en países arrasados por el imperialismo como Egipto y Corea se tomaron a pecho su declaración y empezaron a verlo como un salvador y un defensor de los oprimidos, olvidándose del respaldo de Wilson a Jim Crow en Estados Unidos y de la invasión de Haití bajo su supervisión.
Los patriotas chinos, en particular, esperaban que, bajo el liderazgo de Wilson, Estados Unidos pudiera profundizar su participación en Asia de maneras que ayudaran a proteger a China de las depredaciones del Japón imperial. Para ellos, el respaldo de Wilson del Tratado de Versailles fue una enorme traición.
La China de 2016 es infinitamente diferente de la China de 1916. Ha superado inclusive a países avanzados en la jerarquía económica global. Está unificada bajo un liderazgo sólido y focalizado. Y es muy grande, ya que incluye casi todos los territorios que formaban parte del Imperio Qing en su apogeo. Una rara excepción es Taiwán, pero la ficción diplomática de “una sola China” sustenta la fantasía de que algún día, de alguna manera, la isla democrática y el continente autoritario volverán a estar integrados.
En resumen, China ya no necesita la protección de Estados Unidos. Por el contrario, quiere un presidente norteamericano que se ocupe esencialmente de las cuestiones domésticas, y que no se preocupe demasiado por restringir el ascenso de China, como era el caso de Barack Obama. De esa manera, China podría dedicarse a reacomodar las relaciones de poder en Asia para beneficio propio, sin tener que preocuparse por la interferencia estadounidense.
Antes de la elección, Trump ya era conocido por lanzar acusaciones agresivas contra China, por lo general relacionadas con cuestiones económicas como el comercio. Pero su aparente falta de interés por la política internacional les resultaba muy atractiva a los líderes chinos. Parecía mucho más probable que Trump, a diferencia de su contendiente, la ex secretaria de Estado norteamericana Hillary Clinton, dejara en paz a China. Su sugerencia de que estaría menos comprometido que sus antecesores con el respaldo de aliados tradicionales de Estados Unidos en Asia, como Corea del Sur y Japón, era música para los oídos de los nacionalistas chinos, de la misma manera que su cuestionamiento de los compromisos norteamericanos con la OTAN eran música para los oídos del presidente ruso, Vladimir Putin.
Al igual que Wilson, Trump también ganó un respaldo considerable simplemente en virtud de una personalidad que es atípica para un político. Por supuesto, Trump no es un ratón de biblioteca. Pero a mucha gente le gustaba el hecho de que parecía decir (o tuitear) lo que sentía, ofreciendo una “conversación franca” que contrastaba marcadamente con la estrategia de políticos más refinados, incluido el presidente Xi Jinping, quien cuida cada una de sus palabras.
Un deseo similar de “autenticidad” ha alimentado –aunque de una manera muy diferente– la popularidad de otro funcionario de Estados Unidos, Gary Locke, que fue nombrado embajador de Estados Unidos ante China en 2011. Las fotografías de Locke donde se lo ve llevando su propia mochila y comprando café en Starbucks –actos humildes que los altos funcionarios chinos les
exigen a sus subordinados– desataron una ráfaga de comentarios online que lo elogiaban y catalogaban como un empleado de gobierno virtuoso. Cuán diferente puede ser Estados Unidos, decían sus seguidores, de China, donde las autoridades corruptas y sus hijos consentidos llevan estilos de vida lujosos que recuerdan a las familias imperiales de los tiempos dinásticos.
Es difícil imaginar que ese contraste particular entre Estados Unidos y China ahora tenga peso, ya que siguen apareciendo fotos del llamativo penthouse de Trump en Manhattan y sus opulentas fiestas en Mar-a-Lago. Y, si bien el estilo de comunicación de Trump sigue siendo despampanante, especialmente en comparación con el de Xi, se vuelve mucho menos atractivo cuando uno es el blanco de sus comentarios terminantes sobre temas espinosos. De la misma manera que una China débil no pudo contar con la protección de Wilson, una China fuerte no podrá contar con que Trump no se interponga en su camino –al menos sin antes dar unos codazos.
*Profesor de Historia. Editor de la Oxford Illustrated History of Modern China y autor de Eight Juxtapositions: China through Imperfect Analogies from Mark Twain to Manchukuo.
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