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Turco en la neblina

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Empecemos de manera extravagante. Es esto o cruzar los dedos para que el ritual de saqueos, tsunamis y cromañones este año no suceda. Así que vayan hoy, como cuento tardío de Navidad de los paganos, unas anotaciones que me he hecho tratando de entender cómo funciona la lengua turca.
Esta lengua (de fundamento similar al temido magiar, al finés torvo, al estonio diminuto, y que se alimenta de la antiquísima lengua otomana) ha preferido privilegiar la lógica sonora por sobre la gramatical o la semántica. Todo su sistema de declinaciones se basa en una división racial de las vocales (tienen muchas) en dos grupos excluyentes y muy opuestos: las fuertes (la “a”, la “o” y algunas otras) y las gentiles (la “e”, la “i”, la “u” y sucesivas); yo las escucho y todo me parece medio arbitrario, pero mi oído no es tan delicado como la fe del turco. Cada palabra puede contener vocales de un solo tipo, y así “mar” (que se dice “deniz”) es gentil, ya que sólo contiene vocales de ese grupo. Los sufijos que se le agreguen para hacer el plural (u otros casos, como su dativo o genitivo) serán las versiones gentiles de los sufijos fuertes, que se usan sólo en tales palabras fuertes, como “arabá”, que es “automóvil” y que suena a roca, a entereza, a falo, a confianza. Para el turco, no es mejor ser fuerte que ser gentil, y las palabras suenan lindas cuando se alternan (el laburo del poeta es indecible), pero sí celebran la pureza: si una palabra mezcla estas vocales de naturaleza tan diferente es invariablemente porque es extranjera y viene del árabe, del inglés, del ruso o de procaces geografías. Los turcos se ríen en secreto de lo mal que suenan las demás lenguas. Lo considero extraordinario y me recuerda con cariño a ese episodio del medioevo en el que los holandeses reclamaban que su lengua era la más perfecta, la más justa, la de mejor sonido y –por ende– la lengua en la que Dios había hablado a Adán.

Pero hay más. Pregunto –tal es mi costumbre en presencia de extranjero– si los tiempos verbales son complejos. Hasta ahora, los laureles se los llevaba el ruso, que cuando habla en presente conjuga los verbos según cambie el sujeto, pero que en pasado no se detiene a diferenciar las personas, sino el género: el pasado ruso no tiene yo, tú o nosotros, sino sólo masculino o femenino.

El turco va a por más. Su pasado no depende tan sólo de si la acción está acabada o si continúa, o de su indefinición, o de su frecuencia; depende de su presunta veracidad. Así, hay una forma de conjugar el verbo cuando se cuenta en pretérito algo que uno ha visto (algo de lo que ha sido testigo) y otra que es para contar una cosa que sucedió pero que sólo conozco por dichos de algún otro. El hablante conjuga el verbo desligándose de la responsabilidad de su verdad: es apenas un portavoz de algo supuesto, no pone las manos en el fuego. ¿No es alucinante tener que decidir ante cada episodio si es verdad porque lo he visto o porque otros lo afirman? ¿Cuántos acontecimientos políticos describirán así los periódicos turcos haciendo gala de este artificio gramatical? Es evidente –por ejemplo– que ningún periodista ha visto –las más de las veces– aquello que relata. Este segundo pasado, un pasado presunto, que levanta más sospechas que otra cosa, es una invención demoníaca y sospecho que debe conducir a relaciones complicadas entre las personas y los pueblos.

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No contentos con esto, hay una tercera posibilidad: conjugar el verbo explicando que uno efectivamente ha sido testigo pero que aun así no cree en lo que ha pasado. Esta desinencia verbal suena a /mush/, o /müsh/, dependiendo de si el verbo era grácil o robusto, y ya es el colmo de la sofisticación para escaparse del lenguaje. Ocurrió, lo vi y aun así no lo creo verdadero. Suena a desprecio, pero también a ilusión óptica, a magia y –por supuesto– a poesía.

Paso todo un viaje en auto por Italia riéndome con mi interlocutora turca de mis primeras (y últimas) oraciones en su lengua. Como un niño que ha descubierto un juguete prohibido, la hago reír como una loca metiendo /mush/ al final de cada frase. De pronto, el mundo es pero no es. Le digo que me parece estrictamente idéntico al lenguaje de los argentinos, pero que nosotros –mucho más evolucionados– hablamos así pero prescindiendo de marcas o sufijos. Y ella me cree.