Mientras la Unión Europea trata de capear el temporal nacionalista que amenaza con erosionar sus instituciones, algunos de sus más importantes aliados estratégicos están contribuyendo a la incertidumbre que reina en el ambiente. Claro ejemplo de ello es Turquía, que es candidata oficial a adherirse a la UE desde 1999 e ingresó en la OTAN en 1952. Sobre el papel, Turquía reúne condiciones ideales para tender puentes entre Europa y Cercano Oriente, pero su reciente deriva –incluyendo las acusaciones del presidente Recep Tayyip Erdogan a las instituciones alemanas y neerlandesas de incurrir en prácticas nazis– resulta muy alarmante.
Desde el reprobable intento de golpe de Estado de julio del pasado año, Erdogan ha emprendido una ofensiva con el propósito de afianzar su poder. Haciendo valer su renovada popularidad y amparado por el estado de emergencia que se viene prolongando desde julio, el líder turco se ha visto facultado para gobernar por decreto. Más de cien mil funcionarios han sido despedidos o suspendidos de su empleo, y rivales políticos de Erdogan han sido encarcelados. Además, se han clausurado organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación, ganándose Turquía el dudoso honor de ser el país con más periodistas entre rejas.
Pero las maniobras del presidente turco no se han detenido aquí. Erdogan consiguió promover una reforma constitucional que se someterá a referéndum a mediados de abril. De aprobarse, Turquía se transformaría en una república presidencialista y Erdogan se haría con competencias que ni siquiera Mustafa Kemal Atatürk –el venerado “padre” del Estado turco– llegó a tener jamás. El Consejo de Europa ha alertado sobre la falta de garantías del referéndum, que tendrá lugar bajo el estado de emergencia. Una reforma de este calado dejaría más maltrecha todavía a la democracia turca y podría dar alas a Erdogan en el desarrollo de su política exterior, que en los últimos tiempos ha sido de todo menos previsible.
Si el acuerdo sobre los refugiados de marzo de 2016 dio cierto impulso a las relaciones entre la UE y Turquía, la actual escalada de tensiones diplomáticas ha supuesto un auténtico jarro de agua fría. Hace unas semanas, la canciller alemana Angela Merkel alzó el tono contra Erdogan en protesta contra sus ataques a la libertad de prensa. Por su parte, el líder turco ha reaccionado con inaceptables contramedidas y exabruptos al bloqueo de mítines a favor de la reforma constitucional en varios países europeos, cayendo incluso en una peligrosa banalización del nazismo.
Erdogan no puede escudarse en el acuerdo sobre los refugiados para tomarse estas licencias. Evitando respuestas en caliente que podrían resultar contraproducentes, la UE debe cerrar filas y mandar el claro mensaje de que Turquía es un socio fundamental, pero no a cualquier precio. En este sentido, las mesuradas declaraciones de la alta representante Federica Mogherini y el comisario Johannes Hahn son bienvenidas.
Las tiranteces entre la UE y Turquía sirven de telón de fondo a otros giros importantes que se están produciendo en la política exterior turca. Tras superar de modo sorprendentemente rápido sus disputas con el presidente Putin, Erdogan se ha aproximado a Rusia en su gestión de la Guerra de Siria, en la que Turquía intervino militarmente en agosto de 2016. Aunque puedan albergarse dudas acerca de esta incipiente alianza, debe decirse que el mejor entendimiento turco-ruso ha generado ya algunos réditos sobre el terreno.
Uno de los objetivos principales de la intervención militar turca en Siria es derrotar a Estado Islámico. Sin embargo, el gobierno turco también pretende impedir el establecimiento de un Kurdistán independiente que pueda proyectarse hacia el sureste de Turquía. Para ello, ha puesto su punto de mira sobre un destacado oponente de Estado Islámico como es el Partido de la Unión Democrática (PYD), al que atribuyen conexiones con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Tanto Estados Unidos como la UE coinciden con Erdogan en tildar al PKK de grupo terrorista, pero ven con gran preocupación los ataques contra el PYD lanzados por el gobierno turco. Por el momento, la administración Trump no se ha mostrado partidaria de retirar el apoyo estadounidense al PYD.
La cuestión kurda es fuente de muchas incertidumbres a nivel geoestratégico y complica de manera significativa el panorama regional. Ante esta situación, Estados Unidos y la UE no deberían dejar de presionar a Erdogan para que actúe de acuerdo con un orden de prioridades sensato, y la primera de dichas prioridades es aquella sobre la que nadie disiente: acabar con la barbarie de Estado Islámico. Con tal de alcanzar este objetivo, resulta ineludible construir una coalición lo más inclusiva posible para abordar la toma de Raqqa con visos de éxito.
Por otro lado, la UE no debe titubear en su defensa de los vínculos que mantiene con Turquía, que han resultado mutuamente beneficiosos. Cabe recordar que la unión arancelaria con la UE –que data de 1995– ha contribuido de manera sustancial al despegue económico turco. Los últimos acontecimientos han enturbiado las perspectivas de avances diplomáticos con la UE, y tal vez las fricciones persistan al menos hasta que se logre la tan ansiada paz en Siria, pero la situación no tiene por qué ser irreversible.
Para que la política exterior del país euroasiático no se muestre tan errática y pueda reverdecer su apuesta por la UE, sin duda sería de gran ayuda que los turcos se expresen en el referéndum con total libertad, y que éste siga siendo el caso en el futuro. Por encima de todo, la UE continúa comprometida con una Turquía estable y plural, que dé rienda suelta al impresionante dinamismo que atesora su ciudadanía.n
*Ex alto representante para la política exterior y de seguridad de la UE y ex canciller español. Copyright: Project-Syndicate.