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Último acto

Practicó un estilo elegante, ameno y borgeano. Se convirtió además en un personaje jovial y entrañable.

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Alos 85 años murió Edgardo Cozarinsky, escritor, cineasta y personalidad ilustre. Precoz lector y cinéfilo, después de iniciarse como crítico en Primera Plana, frecuentar a Silvina Ocampo y ser parte del grupo de cine underground, Cozarinsky emprendió en los setenta una preventiva inmigración a Francia. Antes, filmó su ópera prima, Puntos suspensivos, cuyo protagonista es un cura católico confrontado con su fe y con la época. Es un film maldito, que si bien se estrenó en Cannes, el autor no quería mostrar ni hablaba de él. En Europa, Cozarinsky hizo películas notables como La guerra de un solo hombre, basada en los diarios de Junger, Citizen Langlois o El violín de Rothschild, a partir de Shostakovich, y publicó Vudú urbano, prologado por Susan Sontag. Durante los años en los que habitó el mundillo cultural francés, del que terminaría renegando, Cozarinsky solía desconfiar de su país de origen. Sin embargo, su paulatino reencuentro con la Argentina a partir de los noventa se convirtió en estadía casi permanente. Así, el más cosmopolita de los intelectuales se terminó acriollando como lo habían hecho sus antepasados ucranianos en las colonias judías de Entre Ríos.

Una vez aclimatado, Cozarinsky tuvo una producción descomunal en materia de libros, películas, obras de teatro, conferencias, espectáculos musicales y artículos periodísticos. En documentales y ficciones, en narraciones y ensayos, Cozarinsky practicó un estilo elegante, ameno y borgeano. Se convirtió además en un personaje jovial y entrañable, en un anfitrión generoso que en un tiempo recibía en un café de Recoleta, donde convidaba a sus invitados con champán y tostados, una costumbre que había practicado antes en Montparnasse. Cozarinsky terminó ejerciendo una espléndida sociabilidad (más aun para un fóbico), teniendo muchos amigos y dejando grandes recuerdos en quienes lo trataron estos años. Para entonces, había desarrollado la capacidad de alternar lo alto con lo bajo, lo profundo con lo frívolo, el conocimiento con el chisme, la erudición de las bibliotecas con la curiosidad por lo que ocurre de noche en las calles.

En noviembre del año pasado, después de considerarse toda su vida un judío ateo de la diáspora, Cozarinsky se convirtió a la fe católica. Así lo informó a su muerte el crítico Pablo Gianera, quien fue su padrino de bautismo. La idea, según cuentan los más cercanos, lo rondaba desde hacía años. En una charla con David Rieff, publicada por la revista Ñ en 2011, Rieff le vaticina a Cozarisnky la posibilidad de su conversión: “Roma sigue estando ahí”, señala el americano.

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Cozarinsky no fue el primer escritor en convertirse, pero lo que era común en la primera parte del siglo XX (Chesterton, Graham Greene, Leon Bloy, entre tantos; Max Jacob, Joseph Roth, Simone Weil entre los de origen judío) ha dejado de serlo en estos días. Pero Cozarinsky era un devoto lector de Joseph Roth y en los últimos tiempos frecuentaba la obra de Simone Weil. Es posible que en sus últimas películas haya indicios de este paso, del que no se supone que haya dejado un testimonio escrito. Pero no es esta una época dispuesta a comprender sus razones, ni tampoco era razonable que dedicara sus últimos meses a explicarlas. “Puntos suspensivos” podría ser también el título de su misteriosa salida de escena.