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forever young

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Hace unos días una mujer mayor, muy menuda, con la espalda encorvada, arrastró su carrito hasta la cajera del supermercado y ésta le dijo que no la podía atender porque llevaba más de 15 productos (tendría sólo cinco o seis de más) y la suya era una caja rápida. Parece que la velocidad, la rapidez, es algo que va en contra de la vejez. Como los que estábamos detrás de la mujer protestamos, la cajera la atendió igual. Una computadora se vuelve obsoleta en apenas dos años. Hombres de sesenta y pico suelen hablar de “en mis tiempos” para referirse a cosas que les sucedieron a los 30 o 40. Ya viejo y con incontinencia urinaria y casi ciego, Jean Paul Sartre le dijo a su pareja, Simone de Beauvoir “en mis tiempos usted…”. Y ella le retrucó: “Siempre son sus tiempos”. La declinación física es algo inevitable y sin dudas particular de cada organismo. Pero la salud de una persona reside mucho en cómo se logra parar el diálogo interno que nos esclaviza. ¿Quién determina, si no, cuáles son los “tiempos reales” de cada uno? ¿No debería ser toda nuestra vida, hasta el último segundo, nuestro tiempo? En una hermosa canción de juventud, Ariel Minimal escribía contra la corriente de la muerte joven: “Voy a morir de viejo/, no quiero estar zarpado/ no tengo nada que ver/ con tu idea de rock”.

Todas las generaciones traen un cúmulo nuevo de ruidos y música que tardan en decantarse en la playa. Pero hay algo que está en nuestro espíritu y que habita el planeta desde tiempos inmemoriales que no cambia nunca. Cuando son viejos, los ancianos de la tribu esquimal se alejan para que los coma el oso. Otros eligen el sistema de tubos y drenajes de terapia intensiva. William Butler Yeats, el grandísimo poeta irlandés, en cambio, escribió sus mejores poemas en la vejez. En uno de sus grandes versos se preguntaba: ¿Por qué no habrían de rabiar los viejos? Eso, por qué.

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