Adrián Rodríguez es el último lector. Nadie lee de manera más intensa y constante. De alguna forma, los lectores –como él– que también lo hacen en los subtes, en los colectivos y en la calle están sosteniendo algo de lo mejor de nuestra civilización. Hace poco – mientras tomábamos un café– me comentó el argumento de un libro muy curioso, de Joseph Roth. Cuando me nombró a Roth pensé inmediatamente en Philip, porque la mente siempre va hacia el estereotipo. Pero no, me corrigió, Joseph Roth. El libro se llama Job y Adrián me dijo que trataba –como en la película de David Lynch, Carretera perdida– sobre una transmutación. Ese argumento me dio curiosidad y no paré hasta dar con el libro. Se lo compré a un muchacho que vende por internet. Era un día de mucho calor, por la tarde, y me abrió la puerta de un departamento refrigerado, lleno de libros y música y con un bebé de espaldas que miraba una televisión y tomaba una mamadera. Parecían estar ahí solos esperando el fin del mundo, que yo, que venía de la calle, podía atestiguar, ya había empezado. El libro de Roth es de una arquitectura perfecta, con una prosa extraordinaria, que nunca derrapa y que encandila o arrulla. Mendel Singer es el protagonista de una saga dramática en una familia a la que la desgracia le pega con las dos piernas. Su último hijo, Menuchin, es retrasado y es fuente de un milagro especial. Leyendo el libro, recordé otro de Kenzaburo Oé, quien tuvo un hijo discapacitado que tiñó gran parte de su literatura. En el libro en cuestión, llamado Un amor especial, cuenta cómo su hijo Iraki, nacido con una grave deficiencia cerebral, logra convertirse en un compositor de renombre. Dos grandísimos escritores –Roth y Oé– escriben el mismo libro, uno en la vida, otro en la imaginación. El último lector da cuenta de ellos.